Columna: «La incompatibilidad de la salmonicultura con los fines de conservación»

Por Macarena Martinic

Abogada en ONG FIMA

La industria salmonicultora ha protagonizado más escándalos de los tolerables en el último tiempo. Anaerobismo, alto uso de antibióticos, vertimiento y escape de salmones, especies exóticas depredadoras de fauna nativa: nos encontramos con una industria que ha demostrado ser incompatible con la protección del medio ambiente y que, para su continuidad, requiere ir desplazándose hacia el sur en búsqueda de lugares prístinos.

Actualmente es el turno de la Reserva Nacional Kawésqar en la región de Magallanes, lugar donde ya hay 57 concesiones acuícolas otorgadas y -al menos- doce centros de cultivo aprobados desde que se declaró como reserva, a pesar de emplazarse en un área doblemente particular: área protegida de conservación y de territorio ancestral Kawésqar.

En octubre, más de 60 organizaciones locales y ambientales, además de comunidades indígenas, presentaron un proyecto de ley que busca expulsar a la salmonicultura de las áreas protegidas. Si bien carece de sentido la necesidad de aprobar un proyecto de ley que proteja estas áreas en Chile, lo cierto es que la única norma que excluye la actividad acuícola en áreas de conservación, contenida en la Ley General de Pesca y Acuicultura, no incluye todas las áreas protegidas -como es el caso de las Reservas Nacionales-, lo que ha permitido una interpretación a favor de la expansión de la industria en estos territorios.

A la intolerable expansión de la salmonicultura en áreas protegidas, debe sumarse su exclusión en territorios que han sido declarados espacios costeros marinos de pueblos originarios (ECMPO). La ley Nº 20.249, que las regula reconoce que su administración, deberá asegurar la conservación de los recursos naturales comprendidos en él, así como propender al bienestar de las comunidades, avanzando en una gobernanza ambiental local en manos de quienes históricamente se han vinculado con un territorio.

Tanto las áreas protegidas -sin excepcióncomo las ECMPO son instrumentos jurídicos que buscan proteger y reconocer una particularidad territorial con fines diversos e incompatibles a la instalación de un centro de cultivo de salmones.

La exclusión de la salmonicultura en áreas protegidas y de ECMPOs en el mediano plazo es un objetivo que debe integrarse en la planificación de la industria. La actividad debe incorporar en su planificación la exclusión de aquellos territorios, aceptando la necesidad de conservación y de reconocimiento de usos consuetudinario que existen detrás de aquellas declaratorias.

Por otro lado, aquellos proyectos que se encuentran fuera de áreas protegidas y de ECMPOs, aún no cumplen con las exigencias mínimas de una evaluación ambiental, eludiendo evaluaciones rigurosas que contemplen procesos de participación ciudadana y de consulta indígena. La decisión sobre qué instrumento ingresar al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental es entregada -al menos inicialmente- a los titulares de los proyectos.

En el caso de los centros de cultivo de salmónidos, esta decisión va aparejada de una infravaloración y ocultamiento de los reales impactos sobre ecosistemas marinos que producirán sus proyectos acuícolas. Lo anterior no es casual, ya que a través del ingreso mediante una Declaración de Impacto Ambiental (DIA) -en desmedro de un Estudio de Impacto Ambiental (EIA)-, los titulares eluden que el diseño de sus proyectos cuenten con procesos de participación ciudadana obligatorios y vinculantes, así como de consulta indígena, en caso de ser susceptibles de afectar a comunidades indígenas.

El crecimiento de la industria salmonicultora hasta el momento no ha sido compatible con la protección del medio ambiente y del reconocimiento de usos consuetudinarios en territorios indígenas. Frente a esto, un real compromiso con la protección de los ecosistemas clama porque al menos la industria salga de áreas donde sus impactos pueden significar daños irreparables para el medio ambiente.

 

Columna publicada en Salmonexpert – Diciembre 2021

Columna: «Desarrollo y protección ambiental»

Por Ezio Costa Cordella

Director Ejecutivo en ONG FIMA

«La forma en que hemos planteado el desarrollo, sólo basado en el crecimiento, y este a su vez basado en la explotación de la naturaleza, ha sido parte del problema».

En su columna (del domingo último), el señor Pérez Mackenna se expresa en torno a cómo la protección del medioambiente debe compatibilizarse con el crecimiento económico. Me parece útil hacer algunas precisiones, a la vez que mostrar puntos en los que puede existir un acuerdo.

Sobre la supuesta oposición entre protección ambiental y desarrollo, se detecta una primera confusión que es común. Quienes abogamos por la protección ambiental, también creemos en el desarrollo, pero no podemos pretender que ese desarrollo se base exclusivamente en el crecimiento económico ni tampoco que ese crecimiento sea a costa de la destrucción de nuestro patrimonio común. Esto, sobre todo si va a significar beneficios para quienes están en posiciones favorecidas y perjuicios para quienes se encuentran en posiciones vulnerables, o si comprometerá el bienestar de las generaciones futuras.

La simplificación de las métricas de desarrollo, mirando solo la variable del crecimiento, es un problema, pues nos deja ciegos a las múltiples dimensiones del bienestar, mirando solo aquella que tiene que ver con el bienestar material, que por supuesto es importante, pero no puede ser tenido como el único objetivo de nuestra organización social. Por lo demás, la supuesta causalidad entre el mayor crecimiento económico y la mayor protección del medioambiente observada en los años 1990 y llamada “Curva de Kuznets”, ha sido controvertida en las décadas posteriores.

Por otro lado, el hecho de que los bienes naturales no son infinitos y por lo tanto no pueden explotarse indefinidamente es una realidad ineludible, la primera ley de la termodinámica nos condiciona; no puede producirse crecimiento infinito en un sistema que sí tiene límites. A eso se adiciona el límite de los procesos sobre los que se sostiene la vida, como el del agua, el suelo, los flujos bioquímicos y el clima, siendo que ya hemos superado cuatro de los nueve límites de este tipo (U. de Estocolmo). La forma en que hemos planteado el desarrollo, sólo basado en el crecimiento, y este a su vez basado en la explotación de la naturaleza, ha sido parte del problema.

Otra parte, ha sido no reconocernos como parte de la naturaleza y dependientes de ella. En este sentido, el señor Përez Mackenna hace una apreciación imprecisa al creer que el reconocimiento de los derechos de la naturaleza es contradictorio con las mejoras en derechos sociales. Reconocer derechos a la naturaleza no significa dejar de aprovecharla, ni tampoco las mejoras en derechos sociales requieren de mayor explotación de la misma. Así por ejemplo, una naturaleza más cuidada genera mejoras considerables en materia de salud pública y de desarrollo económico a escala local, mientras hace posible que avancemos hacia una economía que no sea primaria y extractiva.

Coincidimos, sin embargo, en que la búsqueda del desarrollo debe ser un motor de nuestra sociedad. Un desarrollo inclusivo, armónico y sustentable nos mueve como colectivo, y nos conecta con los cambios que vienen sucediendo a nivel global. No es tarea fácil imaginar los caminos de ese desarrollo, pero al menos sabemos que el que venimos recorriendo es autodestructivo. Recuperar ecosistemas, generar empleos verdes y construir una economía baja en carbono es un esfuerzo central, que requiere de mucho conocimiento en materia ambiental y económica, de saber conectarse y relacionarse con el mundo y, sobre todo, de tener la convicción de que debemos avanzar institucionalmente hacia el siglo XXI y no repetir ni tributar a recetas retrógradas.

 

Columna publicada en La Tercera – 29/11/2021

Columna: «Mayores esperanzas en el plano local»

Por Ezio Costa Cordella

Director Ejecutivo en ONG FIMA

La COP es un evento del cual se espera todo y nada a la vez. El nivel de urgencia que existe por superar la crisis climática y ecológica es altísimo y se hace sentir en las calles y las redes. Por otro lado, las posibilidades fácticas de llegar a acuerdos consensuados y ambiciosos a nivel global es baja.

Una de las disonancias más grande entre la cumbre y las urgencias ciudadanas dice relación con la mirada sistémica de la crisis. Mientras sabemos que su causa está en no prever adecuadamente los impactos ambientales de nuestras acciones y explotar el planeta por sobre sus límites, una buena parte de las soluciones propuestas, pretende mantener el actual ritmo de explotación de la Tierra.

La necesidad de consenso hace que, teóricamente, ese tipo de acciones sean más fáciles de acordar, pues no hay disposición por parte de los gobiernos a hacer una reflexión más profunda. Adicionalmente, marcan una pauta más sencilla para la inversión, haciendo más probable un apoyo de grandes empresas, cuestión muy visible en los pabellones de la COP26. En este sentido, el compromiso de neutralidad en lugar de reducción, que pone el acento en la tecnología por sobre la política y la regulación, ha sido clave en atraerlos y también en alejar a la sociedad civil, que acusa la falsedad e inutilidad de dichas acciones.

Pero incluso con estas estrategias de mínimos, existen países cuya labor es retrasar la acción climática y quitar de ella toda mención a posibilidades de reparación para las personas y países más dañados y a la necesidad de respeto a los derechos humanos al momento de hacer frente a la crisis.

Pero es esa misma condición la que propició uno de los grandes aciertos del Acuerdo de París, como son las Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC); compromisos voluntarios que cada país toma para cumplir con sus metas de reducción de gases de efecto invernadero. Finalmente, son esos compromisos los que marcan la acción climática, siendo que los acuerdos de las COP funcionan solo como pisos mínimos.

Por lo mismo, aunque el piso sea muy bajo, los países pueden comprometerse a mucho más. Los NDC le devuelven la responsabilidad a los estados para tomar acciones reales y urgentes. Así, entonces, Arabia Saudita puede bloquear la mención a los derechos humanos o India impedir que se acuerde el fin del carbón, pero no pueden evitar que otros países se comprometan a ello y de esa forma le pongan presión al espacio multilateral.

En Chile se ha ido trazando un camino con pasos claros: (i) darle fuerza a las NDC a través de una buena ley de cambio climático, (ii) acelerar el cierre de termoeléctricas y la prohibición de nuevas centrales de este tipo, así como de la explotación del carbón, (iii) darle contenido a las declaraciones regionales y comunales de emergencia climática y (v) acordar una Constitución ecológica que incorpore la variable climática.

La COP26 no tuvo grandes resultados y es comprensible la desazón por que no se lograran acuerdos más ambiciosos. Pero, mientras se debe seguir trabajando a nivel multilateral, hay muchas cosas que hacer por el bienestar nuestro y de las generaciones futuras. Entre ellas y en especial en estos días, contribuir en elegir gobiernos que hagan frente a la crisis y no darle espacio al negacionismo que va de la mano de proyectos políticos trasnochados e irresponsables.

 

Columna publicada en La Tercera – 19/11/2021

Columna: «Balance de la COP26: Una decisión insuficiente para la justicia climática»

Por Gabriela Burdiles

Directora de Proyectos en ONG FIMA

La COP26, terminó el sábado 13 de noviembre con la aprobación de la decisión denominada “Pacto Climático de Glasgow”. Tras dos semanas de negociaciones y anuncios, pese a que hay algunos avances, el resultado fue absolutamente débil respecto de las respuestas que se necesitan tomar para hacer frente a la grave emergencia climática que vivimos.

En medio de la pandemia y con muchas restricciones y dificultades de participación para los países del sur global, el objetivo de la COP26 era clave: mantener a salvo la meta del Acuerdo de París y la recomendación del IPCC de limitar el aumento de la temperatura mundial a 1,5 °C por sobre los niveles preindustriales y dar apoyo a los países más devastados por los impactos del cambio climático. Para eso las partes del Acuerdo de París debían presentar sus compromisos nacionales de mitigación y adaptación (o contribuciones determinadas a nivel nacional “NDC”), aportar fondos y acordar nuevas metas de financiamiento. Así, la primera semana de la COP escuchamos diferentes anuncios de líderes políticos, vimos a Estados Unidos (uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero) de vuelta en las negociaciones y conocimos el reporte de síntesis de los compromisos y NDCs presentadas hasta entonces.

Una primera semana de anuncios y compromisos

En primer lugar, de las conclusiones del informe de síntesis sobre todas las contribuciones nacionales presentadas, se estima que el nivel agregado de gases de efecto invernadero será un 13,7% superior (al nivel de 2010) en 2030. Es decir, las actuales promesas de reducción de emisiones siguen sin cumplir los objetivos del Acuerdo de París, lo que sitúa al mundo en la senda de un aumento de la temperatura de 2,4 grados, lo que provocará impactos climáticos significativos, incluso irreversibles.

Sin embargo, a estos compromisos, se fueron sumando otros anuncios como un compromiso conjunto de casi 40 países e instituciones (liderado por UK) de poner fin a la financiación pública de proyectos de petróleo, gas y carbón en el extranjero, la iniciativa de más de 100 países (incluido Brasil) para poner fin a la deforestación en 2030, la alianza liderada por Estados Unidos para reducir el metano en un 30% a 2030, y el acuerdo de este último país con China para trabajar juntos durante esta década para lograr la meta del 1.5 grados sin mayores detalles. Por último, la Alianza Más Allá del Petróleo y el Gas, lanzada por 12 países y regiones, y liderada por Dinamarca y Costa Rica, es la primera iniciativa diplomática que reconoce la necesidad de que los gobiernos gestionen la eliminación de la producción de todos los combustibles fósiles como herramienta clave para afrontar la crisis climática.

Todas estas iniciativas, pese a que no hay mayores detalles al respecto y que algunas no son nuevas como en el caso de la deforestación, se requiere que se conviertan en compromisos reales y que aumenten la ambición de las NDCs de los países en línea con el objetivo del 1.5 º C, o de lo contrario, no serán más que palabras.

Las negociaciones de las reglas de los denominados mercados de carbono

La segunda semana, comenzaron a cerrarse los textos de la negociación que estaban pendientes, en particular los relativos al artículo 6 del Acuerdo de París que trata los mecanismos de cooperación internacional para el logro de los compromisos de reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero, incluyendo los denominados mercados de carbono. Lo esencial en estas discusiones era acordar reglas de transparencia que permitieran regular estos mecanismos y mercados evitando la doble contabilidad de las reducciones, resguardando la integridad ambiental y los derechos humanos de los ecosistemas y comunidades que soportan estas iniciativas, y por último, evitar el traspaso de antiguos créditos desde los mecanismos establecidos en el Protocolo de Kyoto.

Estas reglas fueron acordadas, sin embargo, no logró evitarse este traspaso de créditos del antiguo esquema del Protocolo de Kyoto (desde 2013 en adelante), lo que amenaza la integridad misma y éxito del Acuerdo de París.

El insuficiente financiamiento de la acción climática

Otro punto que se negoció en Glasgow fue el financiamiento que los países desarrollados debían aportar a los países en desarrollo para poder implementar sus compromisos climáticos. La meta hasta 2020 era movilizar 100 mil millones de dólares anuales, lo que hasta la fecha no se ha cumplido y que se acordó extender hasta 2025, sin metas claras para el futuro. Por otra parte, se insta a duplicar el financiamiento para la adaptación en 2025 hasta lograr un balance con el financiamiento de mitigación, sin compromisos concretos.

Pero el punto más problemático fue la demanda de los países y comunidades más afectadas por los impactos del cambio climático. Esto, porque después de los anuncios de países como Escocia, había grandes expectativas de que la COP26 ofreciera por fin un apoyo real a las comunidades que necesitan recuperarse y reconstruirse tras las catástrofes climáticas que están ocurriendo, creándose un nuevo mecanismo de financiación para las pérdidas y los daños.

El denominado “tercer pilar” del Acuerdo de Paris es abordado en el texto del compromiso bajo la “Red de Santiago” como un mecanismo que brinda apoyo tecnológico a los países impactados por estas pérdidas del cambio climático y que es operacionalizado con funciones e institucionalidad. Sin embargo, pese a la presión del los países del G77 más AOSIS para el establecimiento de un mecanismo de apoyo financiero independiente, los países ricos no cedieron y finalmente sólo se acordó iniciar un “diálogo” al respecto (Glasgow Dialogue).

La discusión sobre los combustibles fósiles

Uno de los aspectos más complejos, fue la negociación de la mención a los combustibles fósiles en el texto del compromiso. Es primera vez en la historia que se mencionan en estas negociaciones acuerdos de mitigación y “transición justa” relativos al uso, producción y financiamiento de los combustibles fósiles, que son los mayores causantes del cambio climático. El texto propuesto inicialmente por la presidencia de Reino Unido hacía un llamado a eliminar el uso del carbón y los subsidios a los combustibles fósiles en general. Luego, un segundo texto, mencionaba sólo eliminar gradualmente la quema de carbón “unabated” o que se realiza sin algún tipo de mecanismo que atrape y que almacene el carbón en el ambiente y sólo a los subsidios “ineficientes”. Sin embargo, este texto fue muy criticado por no incluir otros combustibles fósiles en la eliminación como el gas y el petróleo.

Finalmente, frente a la presión de países como India y China, se cambió este texto a última hora y se acordó sólo instar a una “reducción” del carbón, sin mayores detalles.

Hacia la COP Africana: la deuda con la sociedad civil y la emergencia climática

La COP26 será recordada como una conferencia que restringió la participación significativa de la sociedad civil en las negociaciones y esto no puede ser un precedente para futuras COP. Además, de garantizar la participación, durante los próximos meses, se necesitan compromisos concretos para luchar contra la emergencia climática. Esto incluye una rápida eliminación (no sólo reducción) de todos los combustibles fósiles (no sólo carbón) mediante una transición energética justa y la revisión de los objetivos climáticos nacionales de acuerdo con el objetivo de 1.5º.

Necesitamos urgentemente que, sobre todo, las grandes economías conviertan esto en realidad, volviendo en 2022 a la COP27 en Egipto, con compromisos climáticos alineados con este objetivo, aportando los tan esperados 100 mil millones de dólares al año para ayudar a los países vulnerables a adaptarse a un futuro cada vez más impredecible y peligroso.

 

Columna publicada en CodexVerde – 15/11/2021

Columna: «Transición energética, pero ¿a qué costo?»

Por Felipe Pino, abogado de ONG FIMA, y Violeta Rabi

Coordinadores Proyecto Transición Justa en Latinoamérica

Luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

A la mitad de lo que será probablemente una de las COP más decisivas de la historia de las negociaciones climáticas, el mundo entero se encuentra a la espera de avances concretos en materias de mitigación y adaptación para esta década. Y es que luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

El auge de las renovables se debe principalmente a que el mercado eléctrico ya ha incorporado la transición energética dentro de sus modelos, pasando a ser –en corto tiempo– una oportunidad estratégica para la inversión. Sin embargo, este cambio vertiginoso puede tener riesgos importantes en materia ambiental y de derechos humanos, si es que se pierde de vista el objetivo primordial: generar la energía que necesitamos con el menor impacto posible. Pero, ¿cuánta energía realmente necesitamos? ¿Cómo y quiénes la están generando? ¿Están accediendo a ella todos quienes la necesitan?

Las preguntas anteriores se relacionan estrechamente con un concepto que en los últimos años ha ganado terreno en el discurso público nacional e internacional, y que hoy se posiciona junto a demandas tan icónicas como la justicia ambiental, el desarrollo sostenible y la acción climática: la transición justa. ¿Qué significa este concepto y por qué se está pidiendo su inclusión en las políticas y planes de descarbonización?

Si bien –al igual que los otros conceptos esbozados– el contenido de la transición justa depende en gran parte de quién lo use y en qué contexto lo haga, podemos decir que sus orígenes se remontan a los movimientos obreros de Estados Unidos de los años 70, quienes, ante el inminente avance hacia energías más limpias, exigían medidas de compensación económica por la pérdida de puestos de trabajo en centrales e industrias ligadas al carbón, así como por los daños a la salud provocados por años de servicio en espacios tóxicos y con mínimas prevenciones. Sin embargo, cuatro décadas más tarde, hoy el concepto significa mucho más que demandas por compensaciones y mejoras laborales. En la actualidad, exigir una transición justa implica que los gobiernos y empresas generadoras tomen todas las medidas necesarias para que, en sus respectivos procesos de descarbonización y transición energética, no se vulneren derechos humanos, se cuente con participación ciudadana efectiva en la toma de decisiones, y se reparen los daños socioambientales provocados después de años de contaminación. Sin ello, la transición energética se convierte en un mero recambio de tecnologías, dejando de lado el potencial transformador de transitar hacia una nueva forma de satisfacer nuestras necesidades y las de nuestro planeta.

En Chile, aunque no de manera totalmente simultánea a los planes de descarbonización, la necesidad de una transición justa ha sido “reconocida” por el gobierno en dos instrumentos de política pública: la actualización de las Contribuciones Nacionalmente Determinadas y la Estrategia de Transición Justa del sector Energía. Sin embargo, el contenido de estas políticas muestra que el concepto ha sido incorporado como si aún estuviésemos en 1970, apuntando casi exclusivamente a la protección laboral de trabajadores de termoeléctricas. Si bien dichas medidas son necesarias, la omisión de realidades como la asimetría y limitaciones del rol de los sindicatos en Chile, y la enorme cantidad de conflictos ambientales por temas energéticos –como los de las llamadas zonas de sacrificio–, no demuestran una aproximación integral y realista del problema.

Así, no sólo en Chile, sino que en todos los países latinoamericanos –en donde el sector energético ha generado durante décadas profundos daños socioecológicos–, aspirar a una transición justa no será algo fácil: requerirá de medidas transformadoras en términos de descentralización, democracia, participación y restauración ambiental. Pero, a cambio de ese esfuerzo, tendremos la oportunidad única de transformar uno de los sectores que como sociedad más necesitamos, y que a la vez más daño nos está generando. Y de paso pensar y definir en conjunto formas para remediar el daño provocado hasta el momento. La transición energética, como ningún otro proceso de este tipo, puede movilizar recursos, tecnología y personas para ello.

A comienzos de la semana decisiva de la COP26, y de una aún más decisiva década para la acción climática, es urgente comenzar a hacer real una transición justa para las personas, ecosistemas y sus territorios. Sobre todo, porque, si bien llega tarde, todavía es posible.

 

Columna publicada en El Desconcierto – 12/11/2021

Columna: «Justicia intergeneracional como condición para el desarrollo sostenible: la responsabilidad que no podemos omitir»

Por Macarena Martinic y Felipe Pino

Abogados de ONG FIMA

En la cultura adulto-centrista en la que nos encontramos, tendemos a observar la crisis climática desde la perspectiva de los impactos ecológicos, en el desarrollo económico, en la afectación a las poblaciones más vulnerables en general. Pero olvidamos que dentro de los más afectados por el cambio climático están los niños, niñas y adolescentes.

En un primer sentido, es su futuro -el futuro de las nuevas generaciones- el que se encuentra en riesgo. Esta situación conlleva un sinnúmero de efectos no solo físicos, sino también de salud mental. La Sociedad Ecológica Británica ha indicado que la actual crisis climática y ecológica ha devenido en la generación de una situación mucho más compleja con respecto a la ansiedad y desesperación que puede generar el heredar una biósfera en colapso ecosistémico.

En un segundo sentido, los y las más jóvenes se ven igualmente vulnerados en sus derechos a la vida y a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, sin embargo, los impactos se experimentan de forma agravada en la infancia. En este ámbito, la OMS ha señalado que más de una de cada cuatro muertes de niños y niñas, menores de 5 años, está directa o indirectamente relacionada con riesgos medioambientales.

Es así, como la contaminación atmosférica (ambiental y doméstica) causaron 543.000 muertes de menores de 5 años en el 2016 producto de infecciones de las vías respiratorias. Basta con exponer a un niño a niveles inseguros de contaminación a una edad temprana para someterlo a una vida de enfermedad.

En nuestro país vemos esa realidad día a día en las mal llamadas “Zonas de Sacrifico”, en donde varios de los grupos considerados de especial protección (mujeres, adultos mayores, niños, niñas y adolescentes) se ven especialmente vulnerados por dinámicas sistemáticas de contaminación ambiental. Uno de los ejemplos más mediáticos fue el caso de las intoxicaciones masivas ocurridas en la escuela La Greda, en Quintero-Puchuncaví, en la cual más de 40 niños sufrieron de malestares, convulsiones y desmayos producto de nubes químicas tóxicas a partir de contaminantes emitidos por el cordón industrial de la comuna. Y es que, si bien la contaminación de la comuna afecta a todos sus habitantes, al ser sus pulmones más pequeños y por lo tanto necesitar de más bocanadas por minuto, son los niños quienes mayor cantidad de contaminantes respiran.

Situación similar se vive en Huasco, también denominada “Zona de Sacrificio” por su alta concentración de termoeléctricas, en donde un reciente informe llevado a cabo por la Universidad Católica ha indicado que el riesgo de adquirir enfermedades crónicas en las vías respiratorias inferiores es 2,3 veces más alto. Estudios también han apuntado a una disminución del Coeficiente de Desarrollo y el Coeficiente Intelectual en los niños expuestos a emisiones de Centrales Termoeléctricas a Carbón, en comparación a niños, niñas y adolescentes no expuestos. En la misma línea, diversos estudios ecológicos han confirmado una relación entre un mayor riesgo de autismo en menores que viven en zonas con fuentes de emisión de mercurio.

La vulnerabilidad antes descrita se incrementa en niños, niñas y adolescentes al ser dependientes en su toma de decisiones, sin poder desplazarse o hacer frente con rapidez a impactos climáticos. Esta dependencia se ve institucionalmente profundizada por las políticas públicas que dirigen todas las medidas de adaptación y mitigación al sujeto universal: el adulto; sin considerar la realidad particular de niños, niñas y adolescentes.

Sin embargo, y pesar de su mayor vulnerabilidad, los niños, niñas y adolescentes son agentes fundamentales en la protección del medio ambiente. Fueron ellos quienes lideraron las denuncias por la crisis climática el año 2019, destaca el movimiento Fridays for Future. Es así como en la carta resultante del “El futuro que queremos” de la Conferencia Río+20 del año 2012 reconoce en su artículo 11 la necesidad de lograr la estabilidad económica, el crecimiento económico sostenido, la promoción de la equidad social y la protección del medio ambiente, aumentando la protección, la supervivencia y el desarrollo de los niños hasta que hagan realidad todo su potencial, en particular mediante la educación.

Nuestra legislación ambiental reconoce el principio de equidad o justicia intergeneracional como manifestación de la interdependencia de cuidados entre seres humanos y en tanto seres pertenecientes a un medio ambiente del cual dependemos para nuestra subsistencia.

La equidad intergeneracional y, para ello el cuidado del medio ambiente, es un llamado a asegurar la sostenibilidad ambiental de forma igualitaria, no solo a quienes habitamos actualmente el planeta, sino que incorporando a las generaciones futuras. Para ello es fundamental reconocerla como un principio en la nueva Constitución, así como incorporar en la toma de decisiones a quienes habitarán la tierra en el futuro, partiendo por el fortalecimiento efectivo de los derechos de acceso en materia ambiental (derecho a la información, participación y acceso a la justicia) enfocada especialmente a niños, niñas y adolescentes.

Si bien, las medidas que esta crisis climática requiere son de carácter global, todos los esfuerzos que hagamos en lo local – incluyendo los artículos que emanen de la Convención Constitucional- deben estar dirigidos a cumplir con nuestra responsabilidad intergeneracional -considerando particular- mente a los niños, niñas y adolescentes- y así, asegurar a las generaciones futuras la posibilidad de habitar un planeta en el que se puedan desarrollar plenamente.

 

Columna publicada en NOesMENOR – Edición Nº5

Columna: Evaluando la Democracia Ambiental en Chile

Por Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Al hablar de democracia ambiental, se hace referencia a dos comprensiones. La primera, tiene que ver con como las democracias avanzan hacia incorporar las preocupaciones por el entorno y logran mediante el balance de fuerzas que las caracterizan, hacerse cargo de mantener un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Los Estados han ido avanzando en esto, lentamente desde los años 1970 a la fecha y con mucha urgencia en los últimos años. Es en esa línea que la creación de una Constitución Ecológica para Chile, aparece como un horizonte necesario.

La segunda comprensión de la democracia ambiental, tiene que ver con la implementación de los derechos de acceso, consagrados inicialmente en el principio 10 de la Declaración de Río de 1992, luego en la Convención de Aarhus, en Europa en 1998 y finalmente en el Acuerdo de Escazú, en Latinoamérica, en 2018. Respecto a este último, como sabemos, Chile fue el impulsor desde 2012, pero una vez cerrado el texto, se ha negado hasta ahora a firmarlo y con ello, a mejorar los estándares de la democracia ambiental.

Frente a esta negativa, se observa como más complejo que mejoren las posibilidades que tenemos los ciudadanos de obtener la satisfacción de nuestro derecho de acceso a la información necesaria para comprender los procesos ambientales que suceden en nuestros territorios, que es el primero de los derechos que garantiza Escazú. Así por ejemplo, es un hecho que el Acuerdo exige a los Estados garantizar el acceso a la información ambiental que esté en su poder, cuestión que si bien se encuentra garantiza por la ley, no se cumple con el principio de máxima publicidad que dispone el acuerdo, mientras que hay casos como los de antibióticos para salmones, en que el derecho es coartado por el Tribunal Constitucional.

Mientras, en lo que se refiere a la participación ciudadana, el segundo derecho garantizado por el Acuerdo, este obliga a los Estados a cuestiones como que la participación suceda desde etapas tempranas de los proyectos y que se provea de información accesible a las personas para poder participar, siendo que ambas cuestiones no son la regla en los procedimientos de participación ambiental en Chile. Asimismo, mientras el Acuerdo requiere de establecer condiciones propicias para la participación de grupos vulnerables, ello tampoco es debidamente considerado en la normativa chilena.

Un tercer derecho al que se refiere el Acuerdo de Escazú, es el derecho de acceso a la justicia en materia ambiental. En este punto, si bien Chile ha avanzado en institucionalidad, sigue teniendo importantes problemas, que se reflejan por ejemplo en que la prueba en los casos de daño ambiental, tenga que ser aportada por los ciudadanos que piden la reparación de un ecosistema, o que no exista asistencia técnica del Estado a grupos vulnerables, cuando pretenden demandar por cuestiones ambientales.

Pero el Acuerdo de Escazú además pone por primera vez en un tratado internacional un punto que es esencial en América Latina y que dice relación con la protección de los defensores y defensoras ambientales. El aumento en las amenazas y asesinatos de las personas que defienden los derechos humanos ambientales en América Latina ha sido muy relevante, y si bien Chile sigue siendo un lugar relativamente seguro, también existen casos en que estas cosas han sucedido y las autoridades correspondientes no han tenido ni siquiera un protocolo especial de actuación, así como tampoco han contado con otras medidas para proteger a los defensores. En este punto, Escazú es claro en señalar que los Estados parte deben garantizar un entorno seguro para el trabajo de defensores y defensoras, cuestión que no se ha considerado en nuestra normativa ni práctica.

Las cuestiones antes expresadas son sólo ejemplos de los incumplimientos o cumplimientos parciales que hace nuestra normativa en relación con los estándares de Escazú, y que han sido comparados en su totalidad con la normativa chilena en un informe recién lanzado por la ONG FIMA, de manera de visibilizar los múltiples escalones que nuestro país tiene aún que recorrer para llegar un mínimo de garantía de los derechos de acceso.

La dimensión de la democracia ambiental que se refiere a los derechos de acceso, es esencial para también lograr que el sistema democrático pueda hacerse cargo de la protección del entorno. La democracia ambiental es una profundización de la democracia que permite a las comunidades y las personas expresarse desde sus saberes y preferencias en relación con el uso de sus territorios, ayudando a construir un país con menos abusos, desigualdades y conflictividad.

 

Columna: La oportunidad de Escazú

“para el pleno disfrute de los derechos
humanos, incluidos los derechos a la vida y
a la salud, es necesario un medio ambiente
saludable”.

John Knox

Negativa a firmar el Acuerdo de Escazú

Por Victoria Belemmi Baeza

En septiembre del año 2018 acontecía un hito histórico: se abría a la firma de los estados el Acuerdo de Escazú, el primer tratado sobre derechos de acceso en materia ambiental en Latinoamérica. Como es conocido, Chile impulsó el Acuerdo con fuerza, ocupando la presidencia de las negociaciones junto a Costa Rica. Sin embargo, a último momento decidió no firmar, arguyendo, desde entonces, diferentes razones para no hacerlo.

Uno de los principales argumentos ha sido la falta de necesidad. A juicio del gobierno, Chile cumpliría con los estándares del Acuerdo, siendo irrelevante la firma. Tal afirmación genera extrañeza en su contexto. El acuerdo no solo ahonda en el derecho a acceder a la información ambiental, sino también en la necesidad de potenciar la participación ciudadana y el acceso a la justicia, dos materias que han sido consideradas piedras de tope para la inversión.

El gobierno ha intentado en distintas ocasiones potenciar las inversiones, instando por medidas que lejos de reforzar la democracia ambiental ven a los derechos de acceso como un obstáculo. Así, el mismo año que debía firmar el Acuerdo de Escazú, presentó iniciativas para la creación de la oficina de gestión de proyectos sustentables (GPS) y para llevar adelante la agenda pro-inversión, buscando agilizar la aprobación de proyectos, en desmedro de la participación ciudadana, y la puesta en marcha de estos, sin perjuicio de la existencia de personas que hayan decidido hacer uso de su derecho a acudir a los tribunales.

Considerando esto, las dudas sobre las verdaderas razones para no firmar el tratado crecen, observándose como un estado que debe ser garante de derechos, se aleja de la posibilidad de firmar un tratado que no pretende imponer, sino guiar en la aplicación de estándares y mejores prácticas para la implementación de los derechos de acceso, entendiendo que ellos son fundamentales no solo para la protección del medio ambiente sino para garantizar la democracia y disminuir la conflictividad ambiental.

Evaluación de los estándares del Acuerdo de Escazú

En el contexto anterior, la ONG FIMA se propuso realizar un trabajo de comparación entre los estándares propuestos por el Acuerdo de Escazú y la legislación chilena, demostrándose que la firma del Acuerdo no es irrelevante y que, existen aspectos esenciales en los que es necesario avanzar para garantizar adecuadamente los derechos humanos ambientales de acceso. Relevaré algunos puntos:

El Acuerdo de Escazú establece obligaciones, estándares y sugerencias para garantizar el acceso a la información ambiental. Chile cuenta con la Ley 20.285 de Acceso a la información pública que se preocupa de ello, además de contemplar como un principio constitucional la publicidad de los actos administrativos. Sin embargo, siguen existiendo barreras para acceder a la información, de la mano de un uso abusivo de las causales de secreto y de interpretaciones restrictivas del Tribunal Constitucional, los órganos administrativos y los tribunales de justicia. Los estándares del Acuerdo de Escazú, podrían contribuir a diluir muchas de las discusiones generadas, aportando antecedentes interpretativos pro derechos de acceso.

Por su parte, el Acuerdo de Escazú establece disposiciones para que los Estados, en la medida de sus recursos, generen, faciliten, proporcionen y divulguen información ambiental, estableciendo incluso qué materias son necesarias publicar para garantizar el derecho de acceso a la información. Al respecto, si bien existen en Chile obligaciones y esfuerzos por generar sistemas de información, de público conocimiento resultan las deficiencias de la Administración, la que, por ejemplo, no entrega información sobre zonas contaminadas, ni genera, actualiza y sistematiza adecuadamente la información (elaborada en gran parte por particulares). Reflejo de ello es el comentado fallo de la Corte Suprema por los recursos de protección presentados por las intoxicaciones en Quintero y Puchuncaví, en que el Excelentísimo Tribunal evidenció la falta de la administración en la sistematización de información relevante para la protección de la salud de la población.

El Acuerdo también se preocupa y establece diversas disposiciones para garantizar la participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales. Chile, a través de la Ley 19.300 y la Ley 20.500 Sobre Asociaciones y Participación Ciudadana en la Gestión Pública, ha avanzado en la materia, estableciendo instancias de participación ciudadana, con más o menos desarrollo, en los instrumentos de gestión ambiental y creando los consejos de la sociedad civil. No obstante, existen diversas falencias relacionadas con las asimetrías de información, los plazos para participar, la imposibilidad de evaluar alternativas y una baja posibilidad de incidir en las decisiones ambientales tanto en materia de evaluación de proyectos (el proyecto solo se puede aprobar o rechazar) como en materia de políticas públicas, todas materias abordadas por el Acuerdo.

Además, el Acuerdo de Escazú busca que se garantice el Acceso a la justicia. Nuevamente Chile tiene la fortaleza de haber generado una institucionalidad ambiental que cuenta con tribunales ambientales (Ley 20.600 que crea los Tribunales Ambientales) y con el respeto de derechos garantizados en la Constitución Política de la República (como el debido proceso). Pero garantizar este derecho, tal como se desprende de los estándares del Acuerdo, no se agota en su existencia, sino en la posibilidad de que todos los ciudadanos podamos acceder y proveernos de una adecuada defensa y, en ello estamos al debe. El contenido altamente técnico de las discusiones ambientales y los altos costos involucrados en la generación de prueba y defensa jurídica, hacen necesaria la posibilidad de acceder a asesoría judicial gratuita cuestión que no existe, a lo que se suman tiempos excesivamente largos para llegar a una resolución del conflicto.

Finalmente, el Acuerdo de Escazú se hace cargo de un problema que golpea fuertemente a los países latinoamericanos: la protección de los defensores ambientales. Pese a que, afortunadamente, nuestra situación es mejor que la de otros países, Chile no está exento de situaciones de vulneración de derechos de los defensores ambientales, registrándose asesinatos y amenazas que buscan frenar la defensa del medio ambiente y que ponen en peligro las bases de un estado democrático. No obstante, no existe reconocimiento de la vulnerabilidad de este grupo, punto clave para establecer medidas adecuadas a su protección. Sobre esto, los estándares y objetivos que propone el Acuerdo de Escazú, además de llenar este vacío, permitirían impulsar el debate y la protección de los defensores ambientales, cuestión que es de primera necesidad al hablar de derechos humanos ambientales.

Firmar Escazú es una oportunidad

Revisado todo lo anterior, firmar Escazú lejos de ser irrelevante es una oportunidad de avanzar y mejorar en el otorgamiento de derechos humanos esenciales a los ciudadanos. Escazú, es una guía inigualable y, entendiendo la importancia del medio ambiente para el desarrollo de las personas, nos entrega estándares y objetivos claros y específicos para resguardar los derechos humanos ambientales  de las personas, las que pudiendo incidir en decisiones que no solo afectan el medio ambiente, sino que también pueden afectar la relación con sus pares y su propia salud, pueden contribuir a alcanzar mejores decisiones en materia ambiental y consolidar un estado democrático que vele por el bien común de todos.

 

Carta al Director: Acuerdo de Escazú

Este 11 de septiembre el ex subsecretario de Medio Ambiente, Felipe Riesco, publicó una columna sobre el Acuerdo de Escazú en que analiza algunos de los cambios a la normativa nacional que se tendrían que implementar para dar cabida a los estándares del tratado.

Su análisis resulta muy interesante, pues la comprensión que tiene una ex autoridad de gobierno sobre el tema, parece mucho más realista que las razones que el Ejecutivo ha dado para no suscribir. De la lectura de su columna, podemos ver claramente que la decisión sobre adherir o no al Acuerdo pasa por la voluntad de implementar los derechos que el propio convenio aborda: acceso a la información, participación y justicia en materia ambiental, además de la protección de las y los defensores ambientales.

Como el propio ex subsecretario señala, el reconocimiento de dichos derechos humanos y de los estándares de Escazú significaría algunos cambios normativos, y muchos en la gestión de las instituciones con competencia ambiental. Estos cambios vendrían a mejorar la profunda inequidad ambiental de nuestro país, dirigiendo el actuar del Estado hacia la protección del medio ambiente y las personas, poniendo en el centro de las políticas públicas la protección de la salud, la vida y los ecosistemas.

Pareciera que ni la mejora de estándares ambientales, ni la protección de derechos humanos, son cuestiones que interesen a quienes nos gobiernan hoy. Por eso valoramos la columna del señor Riesco, que nos permite entender a qué se refería el canciller Allamand cuando expresaba que el Acuerdo no era conveniente para los intereses de Chile.

Por Andrea Sanhueza, representante electa del público para el Acuerdo de Escazú; Ezio Costa, Director ejecutivo ONG FIMA; Violeta Rabí, investigadora Espacio Público; Pedro Glatz, Coordinador de Contenido Nuestra América Verde; Matías Asún, Director Nacional de Greenpeace

 

 

 

 

OPINIÓN: Una extraña idea de soberanía. Escazú y el TPP11

Por Ezio Costa, director ejecutivo ONG FIMA

La semana pasada, en un programa radial, el Canciller Allamand indicó que “en el caso del TPP 11 la posición del gobierno es que debe aprobarse; en el caso de Escazú no ha variado nuestro punto de vista, en el sentido de que no es un tratado conveniente para los intereses generales y convenientes del país”. Dicho punto de vista del gobierno se refiere a supuestos problemas de soberanía que generaría el Acuerdo de Escazú.

Esta posición resulta ser una extraña manera de entender los intereses del país y sobre todo la soberanía. El ministro Allamand obvia los problemas de soberanía que generaría el TPP-11, siendo que este tratado amplía las posibilidades de que Chile sea demandado en tribunales arbitrales internacionales por parte de empresas transnacionales y genera, además, obligaciones de transparencia y coherencia regulatorias pensadas para favorecer a dichas empresas y capitales.

Muy por el contrario, el Acuerdo de Escazú genera una distribución de poder interna que le permite a la ciudadanía mejores oportunidades para, efectivamente, ejercer su soberanía. Escazú pretende un ejercicio más informado, con mejores instancias de incidencia en las decisiones ambientales y mayores garantías jurisdiccionales para todos y todas, pero especialmente para quienes se dedican a defender el medio ambiente, encontrándose en una situación de mayor exposición. Por otro lado, el acuerdo no amplía significativamente las posibilidades de demandas contra Chile de ningún otro actor internacional y en ningún caso alcanza intereses territoriales.

Sin perjuicio de lo anterior, tenemos que recordar que todo tratado implica ceder alguna soberanía, pues la misma idea de llegar a un acuerdo con otro ente, implica ceder un poco de nuestra parte. En el caso del Derecho Internacional, un poco de nuestra soberanía en favor del beneficio internacional. Respecto de Escazú, esa cesión tiene que ver principalmente con la posibilidad de que el cumplimiento de los estándares sea revisado por los mecanismos de cumplimiento del propio acuerdo.

Parece importante recordar que la soberanía, en su primera conceptualización por el francés Jean Bodin, es “la suprema autoridad” y el “poder absoluto y perpetuo de la República”, y, desde las teorías contractualistas en adelante, es innegable que esta recae en el pueblo. Por ello, mejorar la democracia es precisamente honrar la soberanía y el Acuerdo de Escazú apunta en ese sentido, al profundizar la democracia y distribuir el poder, generando una especie de devolución del Estado a los ciudadanos, por medio de las garantías fundamentales para ejercer su soberanía: transparencia, participación y acceso a la justicia en materia ambiental.

Así mismo, extraña idea de soberanía es aquella que entiende que traspasar más poder a los capitales globales es un acto inocuo, mientras que mejorar la democracia “no es conveniente para los intereses del país”. Es este tipo de cesiones y tergiversaciones conceptuales las que van profundizando el malestar ciudadano, por lo que es de esperar que el ministro Allamand sea capaz, al menos, de ver la inconveniencia de seguir ese camino.

Columna publicada en La Tercera