Columna: «Ordenamiento y planificación ecológica del territorio en la nueva constitución»

María José Kaffman

Constanza Gumucio

Investigadoras ONG FIMA

Si bien las Áreas Silvestres Protegidas han aumentado en número y en hectáreas, con más del 20% del territorio nacional sujeto a esta figura de protección, la pérdida de biodiversidad continúa, siendo su principal amenaza la degradación y fragmentación del hábitat, generado por el cambio de uso de suelo.

En numerosas oportunidades se ha relevado el hecho de que el proceso constituyente en Chile se enmarca en un contexto de crisis climática y ecológica, dado los efectos relacionados a la pérdida de biodiversidad que se han dejado ver en las últimas décadas en el país. Según cifras del Ministerio del Medio Ambiente, la pérdida de los ecosistemas continúa, siendo especialmente preocupante la disminución de formaciones de bosque nativo y humedales, cuyas pérdidas han aumentado en los últimos años. Lo anterior se agrava con el retroceso de los glaciares, ya que el 90% de estos están disminuyendo en su superficie, poniendo en riesgo la provisión y reservas de agua necesarias para la mantención de los ecosistemas y la biodiversidad.

Las Áreas Silvestres Protegidas (ASP) son la principal herramienta utilizada para conservar la naturaleza y frenar la pérdida de biodiversidad. Estas herramientas nacieron con la finalidad de preservar para la humanidad la experiencia de vivir paisajes naturales, permitiendo de manera indirecta la conservación de los organismos que en ellos habitan. En la actualidad, si bien estas Áreas han aumentado en número y en hectáreas, con más del 20% del territorio nacional sujeto a esta figura de protección, la pérdida de biodiversidad continúa, siendo su principal amenaza la degradación y fragmentación del hábitat, generado por el cambio de uso de suelo.

Pese a que el cambio de uso de suelo es un fenómeno que ocurre principalmente fuera de las ASP, sus efectos colaterales igualmente logran afectar a los ecosistemas y especies que habitan dentro de estas, lo que se explicaría dado que en la práctica los ecosistemas son sistemas abiertos que no poseen una delimitación, no pudiendo desconectarse de las amenazas que acontecen en el territorio nacional.

Esta imposibilidad de aislar y conservar a los ecosistemas como sistemas cerrados que no dependen de nada más que de sus propios componentes, se complementa con el hecho de que las ASP no se ubican en aquellas áreas de mayor biodiversidad, ni tampoco estratégicamente en sectores claves para la mantención de ciertas funciones ecosistémicas. Estas Áreas más bien se ubican mayoritariamente donde hay disponibilidad de terrenos fiscales y no existen mayores demandas de uso.

En el borrador de la nueva Constitución se incluyeron normas que podrían ayudar a revertir esta situación de desprotección, principalmente a través de un ordenamiento territorial (OT) que releve la noción de que existen interconexiones a lo largo de todo el territorio, las que permiten el flujo de funciones y servicios ecosistémicos que mantienen no sólo la salud de nuestros ecosistemas, sino también nuestro bienestar

Mediante la incorporación de las cuencas hidrográficas como unidad territorial, y la parte alta de estas como objeto de protección a través de los planes de ordenamiento y planificación ecológica del territorio, se incluye la lógica de que las aguas y los nutrientes que llegan al mar a través de las desembocaduras de los ríos son transportados desde la Cordillera, siendo todo parte de un ciclo, superando la visión parcelada que posee el actual OT, y que no permite mantener un uso sustentable y eficiente de los recursos naturales en la totalidad del territorio nacional.

El OT deberá asegurar además una adecuada localización de los asentamientos y las actividades productivas, permitiendo un manejo responsable de los ecosistemas y de las actividades humanas, con criterios de equidad y justicia territorial para el bienestar intergeneracional. Este fin entregado al OT y los principios que lo guiarán, tienen como desafío abordar el hecho de que la distribución de los recursos se verá modificada por los cambios ambientales que ha generado y generará el cambio climático. Este fenómeno está provocando el desplazamiento de las especies y de las personas hacia condiciones más favorables, proceso esencial para lograr la  adaptación a estos cambios globales. Al ser abordado por el OT se velará por que estos asentamientos no pongan en riesgo a las personas ni a los ecosistemas, permitiendo la subsistencia de estos para el bienestar futuro.

Columna publicada en El Desconcierto – 22/05/2022

Columna: «Alternativas para la incorporación del cambio climático en la evaluación de proyectos sometidos al SEIA»

Antonio Madrid

Abogado ONG FIMA

Resumen

En el marco de la tendencia jurisprudencial reticente a considerar que existe en la actualidad una obligación legalmente exigible de incorporar el cambio climático en el procedimiento de evaluación de impacto ambiental de proyectos, el presente comentario analiza una sentencia del Tercer Tribunal Ambiental que, si bien mantiene esta postura para el caso en particular, discurre sobre la necesidad de efectuar esta incorporación y entrega elementos, a partir de la normativa actual, para comprender el ámbito bajo el cual, a su juicio, pudiese efectuarse. En particular, se analiza la sentencia del 17 de marzo de 2022, del Tercer Tribunal Ambiental en autos rol R-36-2020, que resolvió una reclamación del art. 17 N°8 de la ley N°20.600, en el contexto de la evaluación de un proyecto de habilitación de infraestructura en la rivera del lago Villarrica.

I. Introducción

El hecho de que actualmente vivimos en un contexto de emergencia climática y degradación ambiental a nivel mundial, parece ser una realidad incontrovertida hoy en día, a pesar de ciertos esfuerzos negacionistas (Bársena et al., 2020). Existe gran cantidad de evidencia que muestra ampliamente el alcance del proceso de calentamiento global y su estrecha dependencia de las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por las actividades humanas, en particular el uso de combustibles fósiles, la generación de energía basada en hidrocarburos y los cambios en el uso del suelo que aceleran la deforestación (Bársena et al., 2020).

Hoy existe consenso científico en que es la actividad humana la que principalmente genera el cambio climático y que sus consecuencias tienen alcances que involucran a todo el planeta. No obstante, sus dimensiones de carácter local y territorial, también presentes, son con las que con mayor frecuencia afectan la calidad de vida y la salud de la población (MMA, 2020). El caso de Chile no es ajeno a esta realidad, ya que, frente a nuestra altísima vulnerabilidad frente a los efectos del cambio climático,[1] los riesgos presentes en ámbitos sociales, ambientales y productivos son múltiples (MMA, 2020).

En el marco de esta crisis y hoy una emergencia, se han adoptado una serie de acuerdos y tratados a nivel internacional, tales como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), la Convención de las Naciones Unidas para la Lucha contra la Desertificación (CNULD) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) y el Protocolo de Kyoto. Actualmente, los compromisos nacionales en estas materias han adquirido mayor relevancia tras la aprobación del Acuerdo de París,[2] vinculante en Chile por aplicación del artículo 5° inciso 2° de la Constitución Política de la República, y la consignación de la Contribución Nacional Determinada (NDC, siglas en inglés) de Chile ante la Secretaría de la CMNUCC. Cabe destacar también, a nivel nacional, la próximamente publicada Ley Marco de Cambio Climático, que establece, entre otras materias, una meta de carbono neutralidad para el año 2050.

Es en este contexto, que la “litigación climática”, entendida como aquellos casos que han sido llevados ante instancias administrativas, judiciales o investigativas, que presentan cuestiones de hecho o de derecho de aspectos científicos del cambio climático o esfuerzos de mitigación y adaptación al cambio climático (Wilensky, 2017, p. 10), ha tenido en Chile un creciente desarrollo.

En el presente caso, la discusión relativa al cambio climático se plantea a partir de la obligación de incluirlo o no en la evaluación de un proyecto que sometido al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental y de qué modo es integrado en este.

II. Resumen del caso

El proyecto “Hermoseamiento del Borde Lago Villarrica, La Poza” ingresado al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (en adelante, SEIA), con fecha 14 de diciembre del año 2018, contemplaba construir un área de asolamiento y habilitar un embarcadero para la acogida de pasajeros mediante la intervención de vegetación ribereña, en una superficie de 741 m2 en el borde del Lago Villarrica, en el sector de La Poza, al sur este del lago, dentro del límite urbano de la comuna de Pucón, Región de la Araucanía. Con fecha 28 de noviembre de 2019, se dictó la Resolución de Calificación Ambiental (en adelante, RCA) Res. Ex. N°36, que calificó favorablemente la Declaración de Impacto Ambiental (en adelante, DIA) del Proyecto.

Con fecha 13 de enero de 2020, los reclamantes, consistentes en la Unión Comunal de Junta de Vecinos, la Ilustre Municipalidad de Pucón y otras personas naturales habitantes de la comuna[3], solicitan a la Comisión de Evaluación de la Región de La Araucanía (en adelante, COEVA de la Araucanía) la invalidación de la RCA del proyecto en cuestión. Con fecha 16 de septiembre de 2020, la autoridad reclamada resolvió rechazar la solicitud de invalidación mediante Res. Ex. N°36, razón por la cual, con fecha 3 de noviembre de 2020 se interpone reclamación del art. 17 N°8 de la ley N°20.600.

En ella, los reclamantes alegan que la DIA del Proyecto debió rechazarse y que la RCA carecía de motivación al no haber descartado ni el titular ni la COEVA de La Araucanía la generación de los efectos, características y circunstancias del artículo 11 letras b), d) y e) de la Ley N°19.300, de Bases Generales Del Medio Ambiente (en adelante, “LBGMA”) de manera que procedía la evaluación ambiental por medio de un Estudio de Impacto Ambiental (en adelante, EIA), razones por las cuales solicitaron que se acoja la invalidación contra la RCA del Proyecto.

En cuanto a los impactos del proyecto relacionados al artículo 11, los reclamantes aludían a afectaciones significativas al recurso hídrico, la flora y fauna nativa; afectación de un humedal y un sitio con valor ambiental y protegido; e impactos del proyecto en el turismo y valor paisajístico. Además, se alegaron deficiencias en la determinación del área de influencia en relación con el humedal; la falta de participación ciudadana; la incompatibilidad con el Plan Regulador Comunal y el  Plan de Desarrollo Comunal; y el fraccionamiento del proyecto.

Con respecto al cambio climático, los reclamantes exponen que el proyecto no lo consideró en la evaluación, aun cuando es un hecho público y notorio que los humedales son fundamentales para su mitigación y que como parte del componente “clima”, es una de las variables ambientales que debe determinar no solo la línea de base, sino el comportamiento del proyecto evaluado en el futuro.

El Tribunal, con fecha 17 de marzo de 2022, dictó sentencia definitiva en la causa, rechazando la reclamación y cada una de las alegaciones, concluyendo que la resolución reclamada se encuentra adecuadamente motivada, por cuanto desestima la solicitud de invalidación administrativa de la RCA N° 36/2019. Ante esta decisión, la parte reclamante interpuso recurso de casación en forma y fondo, el cual se encuentra pendiente de fallo en la Corte Suprema

III. Considerandos relevantes de la Sentencia del Tercer Tribunal Ambiental.

El Tribunal comienza por reafirmar lo ya señalado por la autoridad ambiental y en un fallo propio anterior (TTA, 20 de agosto de 2019) en el sentido de que no existe obligación legal ni reglamentaria de evaluar los impactos de los proyectos sobre el cambio climático, ni el efecto del cambio climático en la ejecución de proyectos en el SEIA (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 38°).

Con lo anterior pareciera cerrar la puerta a toda forma de integrar el cambio climático en la evaluación ambiental. No obstante, a continuación, plantea que debe tenerse en cuenta lo que la Corte Suprema ha señalado en su sentencia causa rol 8573-2019, de 13 de enero de 2021 (entre otras). En ella se reconoce la importancia de una cabal evaluación de los factores que pueden tener incidencia en el proyecto a la luz del principio precautorio. Además, la Corte señala que la evaluación de impacto ambiental debe considerar el conocimiento científico disponible y la complejidad del sistema ecológico sobre el cual incide, en miras de propender a materializar un desarrollo sustentable (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 38°).

Luego, el Tribunal razona de modo general respecto a la incorporación del cambio climático en evaluación de impacto ambiental, señalando: “(…) si bien no existe sobre los titulares de proyectos un deber explícito en torno a evaluar los efectos ambientales relacionados con el fenómeno del cambio climático, como sugiere el SEA, no es menos cierto que la evaluación ambiental de proyectos exige que los potenciales impactos sean predichos y evaluados a partir de las características propias del ecosistema, incluyendo todas las variables que pudieran tener efecto futuro sobre los impactos del Proyecto; todo ello, considerando tanto el estado de los elementos del medio ambiente como la ejecución del proyecto o actividad, en su condición más desfavorable” (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 39°).

A continuación, reconociendo las modificaciones que el fenómeno del cambio climático provocará a nivel nacional en los próximos años, y la vulnerabilidad del país ante estas proyecciones, concluye que: “incorporar la variable del cambio climático en la predicción y evaluación de impactos ambientales en el futuro parece ser una necesidad ineludible” (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 39°).

En tal sentido, continua el Tribunal, aquella “condición más desfavorable” que estaría dada por los escenarios futuros provocados por el cambio climático, de aumento de temperatura, disminución global de las precipitaciones y cambios en la distribución de la intensidad de los eventos de precipitación, son aspectos que deben ser considerados en el SEIA, “en la medida que tales condiciones tengan efecto futuro sobre los impactos del Proyecto” (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 39°). La sentencia, de tal modo, sitúa al cambio climático como una variable a considerar para la predicción y evaluación de los impactos de proyectos. Es decir, en el análisis del fenómeno sobre los proyectos.

Finalmente, para el caso en particular, el Tribunal considera que los reclamantes denuncian la necesidad de considerar el cambio climático para efectos de evaluar los impactos “sobre el humedal”, en términos genéricos, por la especial importancia que tienen estas áreas para combatir ese fenómeno. Así, advierte que los impactos sobre el humedal y sus elementos fueron correctamente evaluados y descartados, rechazando las alegaciones. Del mismo modo, considera que el proyecto “no genera descargas ni conduce aguas, por lo que no se aprecia un escenario más adverso para el medio ambiente en el que sea imprescindible considerar la variabilidad climática” (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 40°).

IV.Reflexiones en torno al fallo y conclusiones

Es interesante el esfuerzo que el Tribunal realiza, pese a descartar las alegaciones para el caso en particular, de desarrollar de modo general la forma en que, a su juicio, debiese incorporarse el cambio climático en la evaluación de impacto ambiental. Esto, bajo una noción de urgencia que se desprende de los escenarios que la ciencia proyecta para los próximos años y que sitúa el análisis en el contexto de una emergencia climática propiamente tal.

Según la LBGMA, la evaluación de impacto ambiental es el procedimiento orientado a determinar si el impacto ambiental de una actividad o proyecto se ajusta a las normas vigentes.[4] En este sentido, según la Guía sobre el Área de Influencia en el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, elaborada por el Servicio de Evaluación Ambiental (en adelante, SEA) en 2017, términos generales, el procedimiento se basa en el análisis de las partes, obras y acciones de un proyecto o actividad a ejecutarse o modificarse y cómo éstas alteran los elementos del medio ambiente. Este análisis se realiza previo a la ejecución del proyecto o actividad y, por tanto, se basa en una predicción de la evolución de los elementos del medio ambiente en los escenarios con y sin proyecto (SEA, 2017, p. 12).

Por su parte, el cambio climático es definido por la LBGMA en su artículo 2° letra a ter), sin incorporarlo posteriormente al procedimiento de evaluación de impacto ambiental, al menos no de manera directa o expresa. No obstante, tal como alegaron los reclamantes del presente caso, sí existen argumentos para sustentar la idea de que, aun en ausencia de norma expresa, es posible y necesario considerarlo, en la actualidad, dentro del procedimiento.[5]

Ahora bien, más allá de la exigibilidad actual de incorporar este fenómeno en los proyectos sometidos al SEIA, y partiendo desde la base compartida de la necesidad imperiosa de que esta incorporación se realice, surge la pregunta de cuáles son las formas en que aquello puede darse, dentro de las lógicas y conceptos del procedimiento de evaluación de impacto ambiental.

Una primera alternativa que se ha manifestado por ciertos autores (Carrasco et al., 2020, p. 64), es incorporarlo como un “riesgo” y, como tal, ser abordado tanto dentro del Plan de Prevención de Contingencias y de Emergencias, así como una causal para la revisión de las RCA en virtud del artículo 25 quinquies, en el caso de los EIA.

Así, a partir de la descripción inicial del proyecto y su área de influencia, identificar en el Plan referido las situaciones de riesgo o contingencia derivadas del cambio climático que puedan afectar al medio ambiente o la población en el marco del desarrollo del proyecto, adoptar las medidas necesarias para evitar que dichas situaciones se produzcan, minimizar la probabilidad de su ocurrencia e identificar las acciones a implementar en caso de que se concrete.[6]

Por su parte, cuando se genere una afectación producto de una variación sustantiva del escenario climático, que no se comportó conforme a lo previsto en la evaluación, como consecuencia del cambio climático, sería posible iniciar la revisión de la Resolución de Calificación Ambiental.[7]

Si bien no se ha discutido en tribunales nacionales la inclusión del cambio climático como riesgo en la elaboración del Plan de Prevención de Contingencias y de Emergencias, sí se reconoció recientemente por la Corte Suprema (19 de abril de 2022, c. 9°) la posibilidad de incorporar en el contexto de la revisión extraordinaria dispuesta del artículo 25 quinquies “la variación en el ambiente terrestre por el cambio normativo en el componente atmósfera”. Agrega que en el mensaje de la ley que modificó la LGBMA, se estableció como uno de los elementos que se consideraron para estructurar las modificaciones realizadas, la necesidad de “afrontar de modo adecuado el cambio climático y sus efectos en los distintos componentes de nuestro medio ambiente”.

Una segunda alternativa de incorporación del cambio climático en la evaluación de impacto ambiental es la de integrarlo como una variable o elemento del medio ambiente a considerar en la definición, predicción y evaluación de los impactos de un proyecto.

Esta opción es la que el Tercer Tribunal Ambiental sugiere en la sentencia en comento. El Tribunal considera que el cambio climático, si bien no está expresamente contemplado en la actualidad, sí es un elemento que deberá integrarse en nuestra regulación por necesidad, dada la realidad del país frente a sus probables efectos. Así, plantea que este debe incorporarse como una variable ambiental en la medida que determine los impactos que producirá

El tribunal, al expresar que la evaluación ambiental de proyectos exige que los potenciales impactos sean “predichos y evaluados” a partir de las características propias del ecosistema, considerando tanto el estado de los elementos del medio ambiente como la ejecución del proyecto o actividad, en su condición más desfavorable, alude a la exigencia que la LGBMA establece como parte de los contenidos mínimos, tanto para EIA y DIA, en los artículos 18 y 19 respectivamente, de una predicción y evaluación del impacto ambiental del proyecto o actividad.

En tales artículos se plantea, además, al igual que en la sentencia, que “la predicción y evaluación de los impactos ambientales se efectuará considerando el estado de los elementos del medio ambiente y la ejecución del proyecto o actividad en su condición más desfavorable”.

Aquella “predicción”, según a la Guía de área de Influencia del SEA, es la identificación y estimación del impacto, ya sea cualitativa y/o cuantitativamente dependiendo del elemento del medio ambiente y la información disponible (SEA, 2017, p. 12). El artículo 18 del RSEIA, establece que esta “consistirá en la identificación y estimación o cuantificación de las alteraciones directas e indirectas a los elementos del medio ambiente descritos en la línea de base, derivadas de la ejecución o modificación del proyecto o actividad para cada una de sus fases”. La “evaluación” de los impactos, por su parte, según el mismo artículo 18, consistirá en “la determinación de si los impactos predichos constituyen impactos significativos en base a los criterios del artículo 11 de la Ley y detallados en el Título II de este Reglamento”.

El área de influencia es el área o espacio geográfico de donde se obtiene la información necesaria para predecir y evaluar los impactos en los elementos del medio ambiente (SEA, 2017, p. 18), y como señala la Guía, la lista de sus contenidos que detalla la letra e) del artículo 18 del RSEIA considera tanto a los elementos que son objeto de protección (artículo 11 LGBMA) en el SEIA, como a los atributos del área de influencia (SEA, 2017, p. 19).

De esta forma, en la sentencia, el Tribunal asocia el cambio climático a una variable que determina la proyección futura de distintos atributos del medio ambiente. En específico, plantea, en la zona centro-sur del país, “aumento de temperatura, disminución global de las precipitaciones y cambios en la distribución de la intensidad de los eventos de precipitación”, señalando que son aspectos que deben ser considerados en el SEIA, “en la medida que tales condiciones tengan efecto futuro sobre los impactos del Proyecto” (TTA, 17 de marzo de 2022, c. 39°).

Esta alternativa de incorporación como una variable a considerar en la predicción y evaluación de los impactos, que el Tribunal plantea como “necesidad ineludible”, pero que no acredita para el caso en particular, fue alegada por los reclamantes y ha sido también recogida en el caso del proyecto “Continuidad Operacional de Cerro Colorado”.

En aquel caso, el Segundo Tribunal Ambiental, en sentencia de causa R-141-2017, ordena a la autoridad ambiental y al titular hacerse cargo del impacto en la recuperación hídrica del humedal Pampa Lagunillas, incorporando escenarios de cambio climático (STA, 8 de Febrero de 2019, r. 4). Posteriormente, la Corte Suprema reafirma esta modalidad de incorporación al plantear que “una adecuada evaluación ambiental, en este caso en particular, se concreta sólo mediante la consideración de todas y cada una de las variables que pudieran tener efecto futuro sobre el nivel de las aguas, esto es, la proyección de las precipitaciones, temperaturas, sequías, efectos sinérgicos y otros factores que incida en las condiciones hídricas a largo plazo” (CS, 13 de enero de 2021, c. 25°). Más aún, la sentencia del tribunal supremo cuenta con una prevención del ministro Sr. Sergio Muñoz que afirma que la incorporación de esta variable es actualmente exigible para todo proyecto que se someta al SEIA.

Como puede observarse, ambas alternativas analizadas se enfocan principalmente en el impacto del cambio climático sobre los proyectos y la correcta determinación, predicción y evaluación de sus impactos, omitiendo la importancia de analizar los impactos de los proyectos sobre el cambio climático, es decir, un análisis bidireccional.

Esto podría entenderse desde una óptica de mitigación, ya que el aporte de emisiones de Gases de Efecto Invernadero de nuestro país es bajo en el contexto mundial (MMA, 2017, p. 23) no obstante, sí ha ido aumentando sus emisiones de forma consistente en el tiempo, lo cual, si bien puede no causar efectos sustantivos a nivel global, podría generar impactos a nivel local.[8] Además, buscar la reducción de emisión de gases de efecto invernadero, al analizar el impacto de los proyectos sobre el cambio climático, se enmarca en las obligaciones contraídas por el país en el contexto internacional.

La jurisprudencia de litigios climáticos en el Tercer Tribunal Ambiental (TTA, 31 de diciembre de 2018; TTA, 04 de enero de 2018) ha reforzado el análisis de los impactos de los proyectos sobre el cambio climático, que en la práctica significa elevar el cambio climático a un objeto de protección del SEIA, tal como aquellos que se desprenden del artículo 11 de la LGBMA.

Por su parte, el informe “Consideración de Variables de Cambio Climático en la Evaluación de Impacto Ambiental de Proyectos Asociados al SEIA”, encargado por el SEA, recomienda en sus conclusiones incorporar ambas miradas y presenta diversas opciones que posee el SEA a fin de considerar las variables del cambio climático en la evaluación de impacto ambiental de proyectos asociados al SEIA, tanto en la evaluación de impactos, en la determinación de riesgos, así como en la definición de medidas de mitigación y adaptación necesarias para su control y adecuación y la manera en que puedan adaptarse las RCA al referido cambio climático.  Este informe distingue incluso entre aquellas medidas que, según su análisis, requieren de un cambio normativo para ser incluidos en el SEIA y aquellas que no (Sud-Austral Consulting SpA y Neourbanismo Consultores SpA, 2020, p. 301 y ss.).

Finalmente, cabe tener presente que toda esta discusión podría llegar a zanjarse, dado que el Proyecto de Ley Marco de Cambio Climático (Boletín 13191-12), que se encuentra ad portas de ser publicado, aborda directamente varias de las materias anteriormente mencionadas.

En efecto, la última versión disponible del proyecto, que contempla las modificaciones a las que fue sujeto durante su tramitación legislativa, en su art. 40 se refiere al cambio climático como una “variable” que los proyectos o actividades sometidos al SEIA deben considerar “en los componentes del medio ambiente que sean pertinentes”, que los proyectos deben describir “la forma en que se relacionarían con los planes sectoriales de mitigación y adaptación” y que “la variable del cambio climático deberá ser considerada para efectos de lo dispuesto en el artículo 25 quinquies de la ley N° 19.300”.

Asimismo, este proyecto de ley introduce una enmienda a la LGBMA, respecto a las materias que deben considerar los estudios de Impacto Ambiental, agregando en la letra d) del artículo 12, a continuación de la expresión Una predicción y evaluación del impacto ambiental del proyecto o actividad, incluidas las eventuales situaciones de riesgo”, la siguiente frase: “y los efectos adversos del cambio climático sobre los elementos del medio ambiente, cuando corresponda”.

Si bien estos avances son sin duda muy positivos, es posible razonar que este proyecto, en cuanto a cambio climático en el SEIA, mantiene una lógica unidireccional de análisis, considerando sólo el impacto del cambio climático sobre los proyectos y no en sentido contrario, salvo tal vez por la exigencia de describir la forma en que los proyectos se relacionarían con los planes sectoriales de mitigación y adaptación, aunque aquella descripción se muestra como una obligación débil que le resta peso en la evaluación.

Por último, señalar que, a diferencia del proyecto de Ley Marco, el Boletín 11.689-12,[9] que se encuentra en el Primer Trámite Constitucional, introduce modificaciones a la Ley 19.300 añadiendo una nueva letra g) en el artículo 11º del siguiente tenor: “g) Contribuya al fenómeno del cambio climático”. De tal modo que lo convierte en un objeto de protección, obligando a la autoridad ambiental a ponderar los efectos adversos que pueda provocar un proyecto sometido al SEIA en el manejo del cambio climático y a determinar si por este motivo se requiere su ingreso a evaluación ambiental a través de un EIA, en lugar de una DIA.

Comentario de jurisprudencia publicado en DACC UC – 05/05/2022

Columna: «No hay desequilibrio entre vida natural y actividad económica»

Javiera Barandiaran

Académica y Doctora en Ciencias Sociales

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Constanza Gumucio

Investigadora área de Estudios ONG FIMA

La disyuntiva entre crecimiento y derechos de la Naturaleza es falaz e insostenible a la luz del actual diagnóstico mundial sobre medioambiente, explican los autores de esta columna para CIPER, inscrita en el debate constituyente en desarrollo: «Sin Naturaleza no hay economía (ni sociedad) que se sustente. Así, el Derecho y las políticas públicas deben ejercerse desde ese reconocimiento», estiman.

¿Queremos permitir la instalación de una megamina en un bosque protegido que alberga una gran biodiversidad? En diciembre 2021, la Corte Constitucional de Ecuador dijo «no» para el caso Bosque Protector Los Cedros, presentado por el Gobierno Autónomo Descentralizado de Cotacachi, argumentando que los permisos de exploración minera violaban los derechos de la Naturaleza; en concreto, el derecho a existir, ya que de ese bosque dependen cientos de especies de aves, orquídeas, y mucho más.

La pregunta a la que se enfrentó la Corte Constitucional de Ecuador es común, tanto en Sudamérica como en Estados Unidos o países europeos. En estos momentos, por ejemplo, comunidades del Estado de Nevada (EE. UU.) y de la Comunidad Autónoma de Extremadura (España) se oponen a nuevas minas de litio de roca, reclamando diferentes derechos a la vida, tales como el de vivir en una ambiente sano y el que protege a especies en peligro de extinción.

Por nuestra parte, este año tenemos la oportunidad de convertir a Chile en el segundo país, después de Ecuador, que reconoce en la Constitución los derechos de la Naturaleza. En el borrador de normas elaborado hasta ahora por la Convención Constitucional ya se encuentran consagrados los derechos de la naturaleza en diversos artículos, a saber: como un principio que obliga al Estado y a la Sociedad a respetarlos (art. 9, párr. 2) y a desarrollar las ciencias y tecnologías respetando estos derechos (art. 28), como un derecho fundamental de ésta (artículo 6 párr. 3), como una limitación a las competencias de las entidades territoriales autónomas (art. 2, párr. 2), como una obligación de las comunas autónomas, que deberán proteger estos derechos y ejercer las acciones pertinentes en resguardo de la naturaleza y sus derechos (art. 14, párr. 10), bajo el reconocimiento de la naturaleza como un sujeto que tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos (art. 4), y como una obligación del ejercicio de la función jurisdiccional de velar y promover los derechos de la naturaleza.

Si bien en Chile ya existen varias herramientas de políticas públicas y de derecho que buscan equilibrar actividades sociales y económicas, los derechos de la Naturaleza agregarían una herramienta particularmente fuerte. En este sentido, vemos que las ya existentes han sido superadas por la intensidad y magnitud de la actividad industrial. El cambio climático, el estrés hídrico, la pérdida de ecosistemas, la extinción masiva de especies, y la acumulación de desechos son problemas graves que han crecido bajo el alero de las políticas y leyes ambientales existentes. La evidencia está a la vista de todos, y ha sido documentada por científicos y Naciones Unidas. A pesar de los intentos ―con nuevas tecnologías, mejores procesos productivos, estudios científicos―, las políticas y derechos existentes no han logrado equilibrar la vida con la actividad económica

De esta manera, la necesidad nos obliga a probar nuevas estrategias. Los derechos de la Naturaleza cambian el foco de la discusión: sin Naturaleza no hay economía (ni sociedad) que se sustente. Así, el Derecho y las políticas públicas deben ejercerse desde ese reconocimiento. «Naturaleza», aquí se refiere al conjunto de relaciones ecológicas que sustentan la vida misma en un lugar. Si cada uno en su actividad ―económica, laboral, legislativa, consumidora― tuviera que considerar también los derechos de la Naturaleza a existir, a mantener sus ciclos vitales, y a ser reparada, las decisiones se tomarían desde una postura de respeto y reciprocidad con ella. Así avanzaríamos hacia un equilibrio entre diferentes necesidades e intereses.

Los derechos de la Naturaleza no pueden frenar la economía porque ningún derecho es absoluto. El derecho a la libertad de expresión, por ejemplo, tiene como límite la incitación a la violencia o al odio. Los derechos se limitan también entre ellos, y es tarea de los gobiernos aterrizar los derechos constitucionales ―que incluyen los derechos a la actividad económica, a la propiedad, y muchos otros― en nuevas leyes y reglamentos. En Ecuador esto ha sido lento, pero, en diciembre pasado, el Congreso de ese país reguló la incorporación de los derechos de la Naturaleza a las evaluaciones de impacto ambiental. Hace cuarenta años, cuando las evaluaciones de impacto ambiental se adoptaron por países de todo el mundo, fue también para intentar equilibrar la actividad económica con la protección ambiental. Hubo también quienes temieron que supondría el fin de la actividad económica. Lejos de ello, la economía creció (aunque sin lograr el equilibrio que necesitamos).

La efectividad de los derechos de la Naturaleza en lograr un mejor equilibrio entre la vida y la economía dependerá de nuestros esfuerzos por traducirlos en leyes y reglamentos accionables, y en la vigilancia y rendición de cuentas que instauremos. Cantidades de sujetos inánimes, como empresas o municipios, tienen derechos y voz en las cortes, mientras que tantos otros con vida no tienen ni derechos ni voz. Los derechos de la Naturaleza vienen a reequilibrar esta asimetría de poder que es artefacto de nuestros sistemas legales. Por esto mismo se están discutiendo los derechos de la Naturaleza en treinta países en todos los continentes ―a menudo, a nivel sub-nacional― y en la Convención de Biodiversidad de Naciones Unidas. En Chile tenemos hoy la oportunidad histórica de avanzar en esta materia que es de interés global.

Columna publicada en CIPER Chile – 05/05/2022

Columna: «Acuerdo de Escazú: una brújula para la Justicia Ambiental»

Felipe Pino

Coordinador de Proyectos en ONG FIMA

El pasado 20, 21 y 22 de abril se realizó en sede de CEPAL en Santiago de Chile, la primera Conferencia de las Partes de los estados que han firmado y ratificado el Acuerdo.

Luego de tres días de negociaciones (no exentas de tensiones), se logró acuerdo en las Reglas de procedimiento para la COP (incluyendo los mecanismos para la participación significativa del público), y sobre las Reglas de composición y funcionamiento del Comité de Apoyo a la Aplicación y el Cumplimiento, uno de los órganos subsidiarios de la Conferencia que tendrá especial relevancia en el seguimiento del Acuerdo en los países. De igual forma, la COP tuvo una fuerte presencia de las comunidades indígenas y organizaciones juveniles de la región, las cuales lograron permear algunas de sus demandas en las negociaciones, y en general fueron una pieza clave de presión hacia los Estados parte.

Con esta Conferencia culmina una “primera era” de negociaciones regionales para proteger y garantizar los llamados Derechos de Acceso en materia ambiental en Latinoamérica y el Caribe. Sin embargo, estos importantes avances, tan necesarios para asegurar la democracia ambiental en nuestro continente, han generado la reticencia de algunos sectores privados o productivos. En ese sentido, y antes de pensar en los desafíos que se acercan con la eventual implementación del Acuerdo, cabe detenerse a reflexionar sobre la importancia de que nuestra región cuente finalmente con un Acuerdo sobre Derechos Humanos Ambientales, y que, contrario de lo que señalan algunos actores, ello no significa poner trabas al desarrollo, sino que nos otorga nuevas herramientas para consolidar un desarrollo sostenible.

Y es que la principal diferencia entre el Acuerdo de Escazú y el Acuerdo de Aarhus (su primo europeo) no radica en los principios ni artículos que consagran ambos textos, sino más bien en la región en la cual se pretenden implementar. A diferencia del Viejo Continente, el contexto de Latinoamérica y el Caribe, a pesar de sus matices, es a grandes rasgos el mismo: países con altos niveles de extractivismo, con democracias jóvenes, con bajos niveles de planificación territorial, cuyos bienes naturales son de alta relevancia para el mercado global, y en donde los pueblos indígenas y comunidades locales que los protegen son usualmente vulneradas, amenazadas y hasta asesinadas.

Al mismo tiempo, se trata de una región sumamente diversa y rica en cultura y biodiversidad, cuya valoración por parte de la comunidad ha ido creciendo sostenidamente, producto del incansable trabajo de organizaciones territoriales y/o ambientalistas, las cuales se han preocupado de subrayar la importancia de cambiar nuestro trato con la naturaleza para hacer frente a la crisis climática y ecológica que vivimos a nivel local y global, y en general para avanzar hacia una justicia para todas las personas y ecosistemas, rescatando aquellos saberes ancestrales que aún resisten a los inexorables procesos de globalización. No por nada han salido de esta región varias de las mentes ecologistas y defensores ambientales más emblemáticos del mundo.

En este contexto simultáneo de relevancia y vulnerabilidad ambiental, el Acuerdo de Escazú tiene por finalidad reforzar los principales principios y mecanismos que sirven para su protección: la participación significativa de las personas. Si hay algo que nos ha enseñado la historia es que, en el mundo actual, son los seres humanos (generalmente, los habitantes de un territorio específico) los llamados a proteger el medio ambiente en el que habitan.

Para ello, no solo se requiere de convicción y voluntad, se requiere de leyes y procedimientos que aseguren el acceso oportuno y claro a la información, una participación significativa en la toma de decisiones ambientales, y un acceso efectivo a la justicia ambiental para aquellos casos en que se vulneren los derechos antes señalados. Todo lo anterior, en un contexto institucional que asegure la integridad física y psicológica de las personas que lideren dichos procesos, y en general todos aquellos que tengan por finalidad la protección de la naturaleza. Comprometerse a avanzar en estas materias a través de un instrumento regional no es solo simbólico sino necesario, para poder contar con estándares comunes en una región que vive problemáticas comunes: desregulación ambiental, bajos niveles de democratización en temas ambientales, y una de las tasas más altas de amenazas y asesinatos a defensores ambientales.

¿Por qué, entonces, ante tan nobles y sensatos objetivos, aún encontramos sectores inseguros respecto de la implementación de este Acuerdo? Lo anterior no es más que una nueva manifestación de una falsa dicotomía que ha acompañado al ecologismo desde sus inicios: la mentira de protección ambiental versus crecimiento o desarrollo. Lo cierto (y cada vez más afianzado por la ciencia) es que, en el contexto de la crisis climática y ecológica que vivimos como planeta, el desarrollo sostenible es el único desarrollo posible. Toda otra propuesta tiene proyecciones no solo devastadoras para la calidad de vida de las personas, sino que también para la mismísima economía.

El punto clave, sin embargo, está en entender que el desarrollo sostenible no es un proceso tecnológico, sino uno de democratización y empoderamiento ambiental. Así, procesos como la descarbonización de la matriz energética en Chile, solo devendrán en un desarrollo sostenible si logramos incorporar una verdadera participación de las personas en las decisiones que afecten el medio ambiente de sus territorios. De otra forma, los niveles de conflictividad no descenderán, con todas las implicancias sociales y económicas que eso conlleva.

Por eso mismo, los pronunciamientos que hemos visto, por ejemplo, del Consejo Gremial Nacional en Colombia, manifestando que la ratificación del Acuerdo de Escazú sería “inconveniente para la reactivación, el crecimiento económico, y el incentivo a la inversión”, están perdiendo de vista el aspecto más relevante: no es posible continuar con el camino que hemos recorrido hasta ahora. Mantener el status quo no solo significa seguir vulnerando DDHH de múltiples personas en la región, sino que significa cortarnos los frenos ante un inminente colapso ambiental planetario. En ese sentido, las aprensiones de los sectores productivos de la región deberán ser debidamente consideradas en la implementación nacional, pero ninguno de los esbozados debe ser utilizado como base para negarse a la ratificación. Supuestos conflictos de soberanía, entrega de información confidencial, entre otros, no son más que interpretaciones voluntariosas de aquellos que no quieren cambiar el contexto que les favorece, por injusto que este sea.

Es necesario tomar el volante y cambiar la dirección, y la nueva ruta a elegir debe hacerse considerando la opinión, saberes, y derechos de las personas que habitan en los territorios. En esta analogía, el Acuerdo de Escazú no es un mapa con rutas y destino común predestinado, es más bien una brújula que nos ayuda a orientarnos en el camino hacia una Justicia Ambiental. Por lo mismo, su implementación será diferente y única para cada país, ya que el camino recorrido no ha sido el mismo.

Columna publicada en El Desconcierto – 03/05/2022

Columna: «Conciencia social: democracia ambiental y manifestaciones por la tierra»

Constanza Gumucio

Sofía Riveros

Nicole Mansuy

Investigadoras ONG FIMA

La magnitud de la crisis climática ha generado que las personas demanden cada vez más información de lo que ocurre en sus territorios y de cómo les afectan las actividades que se desarrollan en ellos.

El 22 de abril fue declarado, en 2009, el día internacional de la tierra por la Asamblea General de la ONU. El origen de esta conmemoración se remonta a una movilización nacional multitudinaria en Estados Unidos (1976), donde se reunieron por primera vez más de 20 millones de personas a manifestar su molestia por el deterioro que estaba sufriendo el medio ambiente. Esta movilización marcó un hito fundamental: la toma de conciencia por parte de la sociedad civil de la importancia de los asuntos ambientales y de la necesidad de actuar frente al problema, exigiendo a las tomadoras de decisiones que se hagan cargo.

Desde el 22 de abril de 1976 han pasado más de cuatro décadas y el escenario a nivel mundial y nacional no ha cambiado. En el caso de Chile, es notorio. Desde 2009 y 2010 ha habido grandes movilizaciones (por ejemplo, la “revolución pingüina”), donde también comenzaron a aparecer las temáticas ambientales (en el ejemplo, las movilizaciones por HidroAysén, Barrancones, Alto Maipo). Luego en 2019, en el contexto del “estallido social”, se convocó a 48 manifestaciones que propugnaban asuntos ambientales.

La preocupación por el medio ambiente no solo se ha relevado en los últimos años a través de movilizaciones, sino que también en lo institucional. Un ejemplo de ello es el proceso constituyente de 2017, en que se fijó al medio ambiente como uno de los valores, principios y derechos más relevantes; y actualmente tenemos una Convención Constitucional marcada por la consigna ambiental. Desde un inicio la elección de 16 convencionales con propuestas ambientales, demostró la importancia de la demanda ambiental, al igual que el reconocimiento de la crisis climática en su reglamento. Luego, la convención decidió establecer una comisión específica para tratar las temáticas ambientales, y en las iniciativas populares de norma se levantaron 11 iniciativas ambientales de las 77 que lograron firmas suficientes.

En este contexto, donde por primera vez podemos discutir democráticamente el texto de la Constitución, es importante resaltar la importancia que la Naturaleza y el medio ambiente ha tomado para la ciudadanía, y que esa toma de conciencia tiene como sostén el mayor acceso a la información que tiene la comunidad con respecto al deterioro del medio ambiente, pero también a su salud y calidad de vida. Esto ha llevado a que las personas quieran participar de las decisiones que afecten sus territorios y sus sistemas de vida, como también que exijan el respeto de sus derechos. Sin embargo, aún quedan muchas tareas pendientes en orden a dar respuesta a esta creciente preocupación por el medio ambiente.

La magnitud de la crisis climática ha generado que las personas demanden cada vez más información de lo que ocurre en sus territorios y de cómo les afectan las actividades que se desarrollan en ellos, así como la exigencia de más participación y el respeto a sus derechos por medio del acceso a la justicia. Esto es precisamente lo que recogen los pilares de la llamada “Democracia Ambiental”, a saber: el acceso a la información, participación y justicia. Y es que solo cuando existe una participación informada por parte de las comunidades en los procesos de toma de decisiones, se generan políticas ambientales más transparentes y mejor fundadas, lo que repercute a su vez en la existencia de un medio ambiente más sano y que las personas puedan gozar de calidad de vida, salud y alimentación.

Estas demandas han hecho eco en el seno de la Convención, existiendo propuestas que buscan fortalecer estos pilares. De esta manera, por ejemplo, a través de la creación de una Defensoría de la Naturaleza y del establecimiento de Acciones Populares para ampliar el acceso a la justicia, y de la consagración de un derecho de acceso a la información y participación, se está buscando avanzar en una mayor democracia ambiental. Estos derechos son vitales para que no se sigan reproduciendo injusticias ambientales y para evitar la generación de conflictos, por lo que relevar su desarrollo en la Constitución es fundamental en este día, donde se conmemora la preocupación de la tierra que todos y todas habitamos.

Columna publicada en El Desconcierto – 22/04/2022

Columna: «Reconocimiento jurídico de los Derechos de la Naturaleza: debates en torno a la Constitución Ecológica»

Victoria Belemmi

Abogada

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Cuando te siembro o te riego

doblada como hija

¿por qué te das con mirada

pero enmudecida?

La Tierra, Gabriela Mistral.

Resumen

A la luz de la reciente aprobación por la Convención Constitucional del articulado que reconoce los Derechos de la Naturaleza en Chile, el siguiente texto aborda las principales interrogantes en torno a esta nueva institución, explicando cómo desde la disciplina del derecho su existencia es absolutamente posible. Se concluye que su inclusión avanza en el objetivo de alcanzar una Constitución Ecológica y de incorporar instituciones que sirvan tanto a reforzar los derechos humanos, como a la búsqueda de otros paradigmas que reconozcan la importancia de vivir en equilibrio con la naturaleza.

I. Los Derechos de la Naturaleza en el debate constitucional

En Chile, la crisis climática y ecológica, junto al aumento del número de conflictos socioambientales y a la visibilización de las injusticias vivenciadas en las denominadas zonas de sacrificio, han ido asentando en la conciencia de la ciudadanía el vínculo indisoluble que existe entre el respeto de la naturaleza, la protección de la vida y la garantía de los derechos humanos.

Lo anterior se ha visto cristalizado dentro de la Convención Constitucional. Desde su interior se han dado señales, incluso transversales, sobre el interés por avanzar en la protección del medio ambiente y afrontar la crisis que vivimos. Entre ellas, la declaración de emergencia climática y ecológica –realizada con fecha 4 de octubre de 2021–[1] y la discusión sobre temáticas ambientales más allá de la comisión de medio ambiente. Desde las distintas comisiones y con diferentes enfoques, se han ido incorporando elementos que avanzan hacia una conceptualización que busca dejar en claro que los seres no existen fuera de la naturaleza (Greene y Muñoz, 2013, p. 35) y que es necesario armonizar las actividades del Estado y la sociedad con ella, relevando la interdependencia entre sus elementos.

En este esfuerzo, y junto con otras instituciones de relevancia para lograr una Constitución Ecológica, en la Convención Constitucional se ha debatido sobre la posibilidad de incorporar los Derechos de la Naturaleza. Estos, además de tener un valor epistémico y simbólico, se presentan como una herramienta posible para lograr los equilibrios buscados y declarar que las actividades humanas no pueden tener como consecuencia la destrucción de la vida (Barandiarán et al., 2022, p. 90).

El debate ha mostrado sus frutos mediante la aprobación de dos importantes artículos por el pleno de la Convención Constitucional. Primero, con fecha 16 de marzo de 2022 se aprobó un artículo, proveniente de la Comisión de Principios, que reconoce que los seres humanos formamos con la naturaleza “un conjunto inseparable”. El artículo señala:

“Artículo 9.- Naturaleza. Las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman, con ella, un conjunto inseparable.

La naturaleza tiene derechos. El Estado y la sociedad tienen el deber de protegerlos y respetarlos.

El Estado debe adoptar una administración ecológicamente responsable y promover la educación ambiental y científica mediante procesos de formación y aprendizaje permanentes”.

Luego, con fecha 25 de marzo se aprobó una norma proveniente de la Comisión de Medio Ambiente que se refiere, en específico, a los derechos incluidos bajo la denominación de Derechos de la Naturaleza:

“Artículo 4. De los Derechos de la Naturaleza. La Naturaleza tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad.

El Estado a través de sus instituciones debe garantizar y promover los Derechos de la Naturaleza según lo determine la Constitución y las Leyes”.

Si bien aún resta detallar algunos aspectos sobre los Derechos de la Naturaleza en Chile — muchos de los que se abordarán a nivel legal y desarrollarán por la doctrina y jurisprudencia— su incorporación al borrador de la nueva constitución, así como es auspiciosa para el medio ambiente, plantea interrogantes y resistencias, muchas comprensibles por la novedad de la institución. ¿Qué implica reconocer derechos a la naturaleza? ¿Puede la naturaleza tener derechos sin tener deberes? ¿Cómo podrá la naturaleza defender sus derechos? ¿Pueden los Derechos de la Naturaleza afectar los derechos de las personas?

Aunque muchos pueblos originarios reconozcan a la naturaleza como sujeta de derechos desde hace siglos, y a pesar de que la discusión jurídica occidental se remonte al menos 50 años hacia atrás (Stone, 1972, pp. 453-457), los Derechos de la Naturaleza siguen siendo una institución novedosa. Por ello, frente a la discusión promovida al interior de la Convención Constitucional, el presente documento revisará brevemente algunos puntos clave sobre el reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza y sus implicancias, e intentará abordar algunas de las principales interrogantes sobre su inclusión en una nueva constitución.

II. Los Derechos de la Naturaleza: concreción jurídica de una relación armónica con la naturaleza.

La relación de explotación que ha desarrollado la humanidad con la naturaleza –sustentada en una concepción que considera a los seres humanos como el centro de todas las cosas– es una de las causas de la destrucción de la vida y de la crisis climática y ecológica actual.

La conciencia de lo anterior ha desencadenado un interés por explorar otros paradigmas y herramientas que nos permitan vivir en armonía con la naturaleza. El reconocimiento de Derechos a la Naturaleza se inserta, en parte, en este relato. Desde una ética que concibe como moralmente valiosas a todas las formas de vida[2] y que “saca del centro de la escena al hombre, para ponerlo en relación y en contacto directo con el resto de las entidades de la naturaleza” (Leyton, 1998, p. 38), los Derechos de la Naturaleza se erigen como una herramienta jurídica que inclina la balanza hacia una concepción que busca la armonía entre los seres humanos y el resto de las formas de vida. Aquello explica que recientemente se advierta una creciente inclusión de los Derechos de la Naturaleza en los sistemas normativos occidentales.

En Ecuador desde el año 2008 el reconocimiento es a nivel constitucional. El año 2010 Bolivia reconoció derechos a la naturaleza con la dictación de la Ley de la Madre Tierra; Uganda siguió el mismo camino en el año 2020 con la dictación de la National Environmental Act; y, recientemente, en febrero de 2022, en Panamá se reconocieron derechos a la naturaleza en la Ley 287. También se le han reconocido en Nueva Zelanda, mediante las leyes Te Urewera y Te Awa Tupua, que reconocen derechos al parque nacional Te Urewera y al río Whanganui respectivamente. En Estados Unidos el reconocimiento de estos derechos se presenta desde el año 2006 mediante la dictación de una ordenanza municipal en Tamaqua. Dicho impulso fue replicado en los condados de Crestone, Baldwin y de Broadview Heights (ONG Fima, 2022, pp. 31-40). En Colombia, en la India y en Bangladesh los Derechos de la Naturaleza han sido impulsados por la jurisprudencia, la que ha considerado como sujeto a diferentes ríos, humedales e incluso el Amazonas (ONG Fima, 2022, pp. 40 y ss.).

Los ejemplos de reconocimiento jurídico de los Derechos de la Naturaleza siguen aumentando y en la actualidad se cuentan al menos 30 países en los que se reconocen (Naciones Unidas, 2021).

Pero este avance no se circunscribe sólo al ámbito del Derecho. Su reconocimiento avanza porque se nutre y comulga con una forma de habitar la tierra que ha estado presente desde hace centenares sino miles de años en la cultura y cosmovisiones de diversos pueblos indígenas[3] y no indígenas (Larraín, 2020, pp. 34-39). En línea con ello, la apreciación de la naturaleza por su valor intrínseco se advierte en las bases conceptuales de la filosofía, la ecología, la ecología política, los ecofeminismos e incluso la religión católica. Así por ejemplo, la noción de los cuidados propia de los feminismos y desarrollada en su cruce con la ecología por los ecofeminismos, tiene en el cuidado de la vida (incluyendo a la naturaleza) una expresión particular y potente (Díaz, 2019; Herrero et al., 2018), mientras por su parte la iglesia católica, ve en la naturaleza una creación divina que debe ser respetada en tanto tal (Papa Francisco, 2015).

El reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza ha supuesto un interés desde esta variedad de ideas y concepciones del mundo, por cuanto los valores de todas ellas (diversos entre sí) encuentran un cruce en el entendimiento de que la naturaleza tiene un valor intrínseco y no sólo utilitario a los seres humanos.

Es decir, su inclusión es una concreción de algo que ha estado presente desde siempre, pero que el Derecho no ha sido capaz de considerar hasta ahora. La nueva constitución puede cambiar esto y dejar constancia de que instituciones como los Derechos de la Naturaleza no buscan inventar sino reconocer lo existente, entregando más y mejores herramientas para proteger la vida.

III. Entendiendo los Derechos de la Naturaleza

Los Derechos de la Naturaleza, además de que comprenden que la naturaleza es un sujeto con intereses propios y no un objeto o recurso a disposición de los seres humanos, agrupan a una serie de derechos.

Por ejemplo, en la Constitución de Ecuador los Derechos de la Naturaleza incluyen los derechos a que “se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (artículo 71). Por su parte, en Bolivia la Ley de la Madre Tierra estableció en su artículo 7 que la naturaleza tiene derecho i) a la vida; ii) a la diversidad de la vida; iii) al agua; iv) al aire limpio; v) al equilibro; vi) a la restauración; y vii) a vivir libre de contaminación. Por último, el reciente reconocimiento en la Ley 287 de Panamá, sostiene que son Derechos de la Naturaleza existir, persistir y regenerar sus ciclos vitales y a la diversidad de la vida de los seres, elementos y ecosistemas que la componen (artículo 10.2).

Es decir, cuando se habla de Derechos de la Naturaleza se alude a un grupo de derechos propios de la naturaleza que pueden ser resumidos en tres: i) existir; ii) persistir y mantener sus ciclos vitales y iii) ser reparada o restaurada. Que tenga derecho a existir “significa reconocer a la naturaleza y a los ecosistemas un lugar en el mundo” (Barandiarán et al., 2022, p. 31). Por su parte, su derecho a persistir y a mantener sus ciclos vitales implica respetar “los ciclos que naturalmente y sin intervención humana mantendrían el equilibrio dinámico entre los diferentes elementos que componen un ecosistema” (Barandiarán et al., 2022, p. 34). Por último, la naturaleza tiene derecho a ser restaurada y a que se recomponga su estructura, funciones e integridad una vez que es dañada. Con ello se busca que el ecosistema recobre el estado que tenía antes de ser dañada (Greene y Muñoz, 2013, p. 37).

Todos estos derechos están pensados para la naturaleza como un todo. Aun cuando se reconozca derechos a partes de ella –como cuando se le ha reconocido derechos a los ríos o parques nacionales— los Derechos de la Naturaleza aluden a la comprensión global y ecosistémica de esta. No se trata de pensar en la necesidad de contar con un acto de autoridad –como la declaración de un área o especie protegida— para que estos derechos sean aplicables. Por el contrario, así como todos los seres humanos debiesen contar con el derecho a la vida, toda la naturaleza (esté investida o no de un acto de autoridad de protección) debiese contar con su derecho a existir, a persistir y a ser reparada. Estos derechos buscan estar presentes en todas las decisiones que puedan afectarla, promoviendo la armonía y el equilibrio entre esta y las actividades humanas.

En Chile, junto al reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza se trabaja por determinar su contenido (y las formas de su ejercicio) en la misma línea de lo consagrado en el derecho comparado. Como ya se relató, de acuerdo a las propuestas ya aprobadas se ha optado por reconocer que los Derechos de la Naturaleza incluyen los derechos a “que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad”. En otras palabras, de aprobarse la nueva constitución en el plebiscito de salida, y sin perjuicio del desarrollo nacional que tengan estos derechos, la naturaleza tendrá derecho a existir, a persistir y a ser reparada.

V. La resistencia a los Derechos de la Naturaleza

El Derecho como herramienta utilizada para dar estabilidad a los sistemas jurídicos es una disciplina generalmente conservadora y que se resiste frente a las nuevas instituciones. Hace 50 años, cuando se planteó por primera vez la posibilidad de reconocer derechos jurídicos a la naturaleza, no hubo duda alguna para la doctrina y la judicatura que se trataba de una idea absurda (Cullinan, 2019, pp. 134 y ss.).

Pero la resistencia no puede ser eterna. Los hechos desbordan al Derecho y motivan que este deba adaptarse. En el caso de los Derechos de la Naturaleza, tal como presagió Godofredo Stutzin en los años 1980s, presenciamos el proceso de desborde (Stutzin, 1984, p. 109).[4] En este proceso las críticas y dudas son continuas y para muchos los Derechos de la Naturaleza siguen considerándose un absurdo.

A continuación, revisaremos las cinco principales críticas que se han levantado desde la teoría y la práctica a los Derechos de la Naturaleza, evidenciando por qué tales críticas no deben ser un obstáculo para avanzar en su reconocimiento.

1. Solo los seres humanos pueden tener derechos.

Una primera crítica sostiene que la naturaleza no puede tener derechos porque sólo los seres humanos pueden tenerlos. Esta crítica, que tiene su fuente en la discusión sobre el valor de los entes distintos a los seres humanos, no resiste el análisis jurídico (Ávila, 2010).

Stone, en los años setenta, explicaba que no existe ninguna razón para no reconocer derechos a los ríos, bosques o al océano, pues en el derecho son abundantes las ficciones jurídicas destinadas a reconocer derechos a entidades no vivas como los Estados, la Iglesia, las universidades, las corporaciones privadas y empresas y las municipalidades entre otros objetos inanimados (Stone, 1972, p. 452). De hecho, en su relato dio cuenta de que la historia del Derecho por mucho tiempo ha desconocido derechos a los mismos seres humanos, por razones de raza, clase social, género o edad; advirtiendo que en cada caso, para que se reconozca la calidad de sujeto de derechos, se han debido llevar adelante verdadera batallas (Stone, 1972, p. 455).

Conforme a lo anterior, reconocer derechos o no a una entidad es principalmente una decisión expresiva de las prioridades y deseos de la sociedad en la que vivimos y que aquellas ideas que parecen absurdas en un inicio dejan de serlo en la medida en que nos acostumbramos a ello.

2. La naturaleza no puede tener derechos porque no tiene deberes.

Una segunda crítica a los Derechos de la Naturaleza alude a que esta no tiene deberes y que es incapaz de contratar u obligarse jurídicamente. Esta crítica, como apunta Ramiro Ávila respecto del caso ecuatoriano, pierde lucidez a la luz del concepto de “capacidad” (Ávila, 2010, pp. 5 y ss.) el que también tiene aplicación en la legislación chilena.

La capacidad ha sido definida por el artículo 1445 del Código Civil chileno como la posibilidad de una persona de poder “obligarse por sí misma, y sin el ministerio o la autorización de otra”. En principio todas las personas son capaces, a menos que la ley establezca que no lo son. En este sentido, la legislación civil identifica sujetos incapaces absolutamente –de modo que no pueden obligarse por sí mismas bajo ninguna circunstancia— y de sujetos con incapacidad relativa, por lo que sus actos sí pueden tener efectos en determinadas circunstancias (artículo 1446). El Código Civil considera que son incapaces absolutos los dementes, los impúberes y los sordos o sordomudos que no pueden darse a entender claramente. Por su parte, son incapaces relativos los menores adultos y los disipadores que se hallen bajo interdicción de administrar lo suyo. Hasta el año 1989[5] en esta lista se encontraba también la mujer casada en sociedad conyugal.

En ninguno de los casos de incapacidad relativa o absoluta las personas involucradas dejan de tener derechos. Nadie se atrevería a decir que un menor de cinco años o una persona declarada en interdicción por padecer ludopatía no tengan derecho a la vida, al medio ambiente sano o a la integridad física y psíquica. Las restricciones vinculadas a ellos son en su capacidad para obligarse, no en su calidad de sujetos y siempre podrán ser representados por quien designe la ley. Así, un menor de edad no podrá obligarse por sí mismo, pero sus padres velando por su bienestar podrán hacerlo por él.

Efectivamente, en caso de reconocer que la naturaleza tiene derechos,–a menos que el legislador determine lo contrario— sería un sujeto con derechos pero sin capacidad de adquirir obligaciones, lo que no obstaría en ningún caso al deber de proteger sus derechos tal como se le garantizan a los niños y niñas de este país.

3. La naturaleza no puede tener derechos porque no tiene voz.

También se ha sostenido que la naturaleza no podría tener derechos porque no tiene voz para defenderlos. El derecho también ha encontrado respuesta a esta situación. De hecho, ninguna persona jurídica tiene voz. Las empresas, bancos o estados no pueden hablar por sí mismas y ello no ha obstado a que sean reconocidas como sujetos. En cada uno de estos casos se ha establecido un representante que pueda hacer valer sus derechos. Por ejemplo, en el caso chileno, el directorio puede representar a una sociedad anónima[6] y el alcalde puede representar a la Municipalidad.[7]

Para la naturaleza la figura será similar. En cada uno de los países en que se han reconocido sus derechos se ha pensado en un representante para ella. En Ecuador, la constitución creó una Defensoría del Ambiente y la Naturaleza y se estableció que cualquier persona natural o jurídica puede representarla[8]; en Nueva Zelanda se creó la Oficina Te Pou Tupua compuesta por miembros del pueblo Maorí y de la Corona para representar al río Whanganui;[9] en Panamá, al igual que en Ecuador, se permite que cualquier persona pueda representar a la naturaleza. Por último, en Colombia la sentencia del Río Atrato creó una comisión de guardianes para el río compuesta por dos guardianes designados y un equipo asesor (CC, 10 de noviembre de 2016, r. 4°).

En Chile, determinar quién representará a la naturaleza es un tema crucial. Parece importante que, siguiendo el ejemplo ecuatoriano, se establezca un órgano autónomo como sería una Defensoría de la Naturaleza, pero sin perjuicio de eso, no parece conveniente que la representación se le entregue de manera exclusiva, sino que preferente, pero abierta a una representación por parte de cualquier persona (mediante acciones populares), entre otras cosas para disminuir las posibilidades de captura de la defensoría.

La posibilidad de acciones populares produce, generalmente, algún nivel de resquemor por la posibilidad de que los litigios se multipliquen. Nos parece que desde la observación de la realidad esto debiera disiparse. Llevar adelante un juicio es una cuestión compleja que requiere de recursos y tiempo, cuestión que es un desincentivo más que suficiente para evitar la referida multiplicación. En efecto, las acciones populares existentes no se multiplican, ni siquiera el propio recurso de protección que podría ser interpuesto por cualquiera en nombre de otro, de acuerdo al artículo 20 de la Constitución Política de la República actual.

4. Reconocer derechos a la naturaleza no mejora la protección de la naturaleza.

También se han levantado críticas asociadas a la efectividad de los Derechos de la Naturaleza para mejorar la protección del medio ambiente. Se trata de una crítica vinculada a las dificultades existentes en la implementación de la institución.

En efecto, en los países en que se han reconocido los Derechos de la Naturaleza se han advertido dificultades en su implementación. Por ejemplo en Ecuador, si bien se reconocieron estos derechos en la Constitución y se ordenó la creación de una Defensoría de la Naturaleza, por mucho tiempo no se dictó la ley que ejecutara su creación. Ello determinó que fuese la Defensoría del Pueblo la que de facto asumiera la representación de la naturaleza. En el año 2019, después de 11 años de vigencia de la Constitución del año 2008, se dictó la ley que entregó expresamente la representación de la naturaleza a la Defensoría del Pueblo.[10] Lo anterior, vinculado al diagnóstico de que desde la creación de los Derechos de la Naturaleza el extractivismo en el país aumentó, generó la sensación de que la institución tiene poca efectividad para proteger el medio ambiente.

Otro ejemplo se advierte en Colombia, país en que los Derechos de la Naturaleza se han reconocido a nivel jurisprudencial. En este país se han identificado como problemáticas las dificultades para implementar las sentencias judiciales, las que requieren de la coordinación de varios actores. Por ejemplo, la sentencia de la Corte Constitucional del año 2016 que reconoce como sujeto de derechos al Río Atrato, aún se encuentra en proceso de implementación. Ello ha redundado en que se considere que su efectividad para proteger el río es menor, toda vez que las actividades contaminantes se siguen verificando en él.

Por último en Uganda, la dictación de la ley que reconoce derechos a la naturaleza  se hizo en un contexto en que se desarrollaba un proyecto de explotación de yacimientos petroleros en un área de gran valor ambiental. Si bien ha pasado muy poco tiempo para identificar problemas de implementación, el contexto de aprobación de la ley llevó a sostener que el reconocimiento de derechos a la naturaleza no logra protegerla (DW, 15 de julio de 2021).

Ciertamente los problemas de implementación, junto al agravamiento de la crisis climática y ecológica pueden dar la sensación de que los Derechos de la Naturaleza no son útiles para su protección. Sin embargo, ello está lejos de ser así. Además de ser una realidad reconocida que su consagración es importante para avanzar hacia un cambio de paradigma en la forma en que como seres humanos nos relacionamos con la naturaleza, en el caso ecuatoriano, por ejemplo, desde su reconocimiento, los derechos de la naturaleza han sido utilizados como argumentos jurídicos para proteger el medio ambiente en más de 60 casos (Observatorio Jurídico de Derechos de la Naturaleza, 2022).

Por otro lado, no se debe olvidar que la implementación de cualquier institución jurídica toma tiempo y los Derechos de la Naturaleza son recientes y que su desempeño real para proteger a la naturaleza está en progreso.

5. Reconocer derechos a la naturaleza pone en riesgo los derechos humanos y frenará por completo las actividades económicas.

Por último, se ha sostenido que reconocer derechos a la naturaleza podría poner en riesgo los derechos humanos y tendría el potencial de frenar por completo las actividades económicas. Lo anterior, bajo la concepción de que los derechos de la naturaleza vendrían a desplazar las necesidades de las personas –anteponiendo la conservación por sobre el bienestar humano— a la vez que serían un freno constante al desarrollo económico.

Tal concepción sobre los Derechos de la Naturaleza es errada y se inserta en la misma lógica antropocéntrica que se busca superar. Ha sido la valoración de la naturaleza solo desde su utilidad para los seres humanos y de lo que podemos aprovechar de ella (Greene y Muñoz, 2013, p. 44), y la preponderancia de ciertos derechos de los seres humanos (como la propiedad o el derecho a desarrollar actividades económicas) la principal causa de la crisis ambiental que se vive. Así lo ha confirmado el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), que declaró que no existe duda de que ha sido la actividad humana la que ha desencadenado la crisis climática actual (IPCC, 2022). Es decir, ha sido la propia actividad humana desarrollada bajo una lógica de aprovechamiento sin límites, la que ha puesto en riesgo la vida de los ecosistemas y de los mismos seres humanos.

En este escenario, los Derechos de la Naturaleza se erigen como una herramienta jurídica que llama al equilibrio y la armonía entre las actividades humanas y la naturaleza (Barandiarán et al., 2022, p. 90). No se trata de desconocer los derechos de los demás sujetos, como los seres humanos, ni la prohibición de desarrollar actividades económicas. Los Derechos de la Naturaleza simplemente dan cuenta de que las actividades humanas no pueden ejecutarse a costa de la destrucción de la vida y que su desarrollo requiere respetar los ciclos y los límites de los ecosistemas.

Así, es importante considerar que ningún derecho, ni siquiera los derechos humanos, es absoluto o total. Todos los derechos, incluidos los Derechos de la Naturaleza, requieren convivir con otros derechos. Así como la libertad de expresión permite difundir información y emitir las opiniones que se estimen adecuadas, pero no habilita a dar discursos que inciten al odio o a emitir injurias y calumnias hacia otra persona y la libertad económica permite realizar actividades pero sin destruir el medio ambiente; los Derechos de la Naturaleza encontrarán sus propios equilibrios con los demás derechos.

Por último, cabe considerar que los Derechos de la Naturaleza, desde la búsqueda de la armonía, lejos de poner en riesgo los derechos humanos, los refuerzan. Como advierte Alberto Acosta, “los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza siendo analíticamente diferenciables, se complementan y transforman en una suerte de derecho de la vida y a la vida” (Acosta, 2011, p. 356). La naturaleza es el sustrato que permite la vida de todos los entes que habitan la Tierra, incluidos los seres humanos. Por ello, solo en la medida que se respete su existencia, será posible proteger la vida y los derechos humanos.

V. Conclusiones

En el escenario de crisis climática y ecológica en que se escribe la nueva constitución, la incorporación de innovaciones jurídicas que propendan a modificar las formas en que como sociedad nos relacionamos con la naturaleza es fundamental.

En la construcción del cuerpo normativo que se haga cargo de este desafío, la Constitución Ecológica debiera estar apoyada en una serie de pilares que constituyan un sistema de protección: (i) principios ambientales como la acción climática, la justicia intergeneracional, el buen vivir y el in dubio pro natura, entre otros; (ii) La definición de deberes del Estado que se relacione con la protección de los ecosistemas y la vida; (iii) la definición de los bienes comunes naturales como inapropiables y la la función ecológica de la propiedad;  (v) los derechos de los animales; (vi) la distribución del poder para la toma de decisiones ambientales, hacia las instituciones más cercanas al territorio; (vi) una defensoría de la naturaleza; (viii) los derechos humanos ambientales y (ix) los Derechos de la Naturaleza.

Si bien todos ellos envuelven algún nivel de novedad, los Derechos de la Naturaleza son probablemente de aquellos que contienen el mayor cambio epistémico, al reconocer el valor intrínseco de un sistema interconectado de elementos con el cual somos interdependientes. En esa línea, los artículos ya aprobados por la Convención Constitucional son una gran noticia que delinean el camino a seguir para alcanzar una vida en armonía con la naturaleza. Su desarrollo legal y jurisprudencial posterior, así como la expresión sobre la representación de la misma ante tribunales, serán el complemento necesario para hacer efectivos esos derechos.

Columna publicada en el Programa en Derecho, Ambiente y Cambio Climático de la Universidad de Concepción – 3/04/2022

Columna: «No es envidia, es injusticia ambiental»

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Sofía Rivera

Asistente de Estudios ONG FIMA

En las últimas semanas se ha discutido bastante sobre la suerte del proyecto inmobiliario «Egaña Comunidad Sustentable», que fuera paralizado en razón del rechazo de la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región Metropolitana, el pasado 4 de abril. La discusión se ha centrado fundamentalmente en relación a las implicancias que los nuevos nombramientos podrían tener en la decisión e incluso se han mencionado aspectos sobre la seguridad jurídica de los inversionistas, o los riesgos de despido de los y las trabajadoras del proyecto.
Este último punto fue controversial el lunes 11 de abril, en que se realizó una movilización de las y los trabajadoras, ocupando las dependencias de la Municipalidad de Ñuñoa.

En esa ocasión, su portavoz realizó una declaración que resulta muy interesante. Ella no inicia realizando un reclamo directo, sino que explicitando su comprensión por el rechazo de las y los vecinas del proyecto, destacando que los proyectos de este tipo debieran tener como prioridad la preocupación por sus impactos ambientales. El punto más llamativo de su declaración es cuando señala que «miramos con cierta envidia, con sana envidia, que en estas comunas se instale la preocupación por estos temas, cuestión que en nuestras comunas, puestas en otra categoría es un mero espejismo, porque como sabemos estas mismas constructoras en nuestras poblaciones construyen a destajo, sin preocuparse del impacto en la vida de las personas».

La envidia de que habla este trabajador puede ser entendida como el legítimo resentimiento moral que identifica el filósofo John Rawls en las situaciones de desigualdad. Como señala el autor, los individuos en general aceptamos las diferencias entre unos y otros, siendo que la envidia no es un sentimiento que afecte a los individuos racionales. Pero cuando dichas diferencias superan cierto límite, y se basan en una injusticia, entonces tendría lugar este legítimo resentimiento moral, incluso en personas completamente racionales, como el lúcido vocero de las y los trabajadoras de Egaña Sustentable.

Este resentimiento no es más que la expresión que se corresponde con la existencia de instituciones injustas, como en este caso lo son los instrumentos de gestión ambiental y urbana, cuando no son guiados por principios de justicia. No hay un reclamo para rebajar los estándares y que se reanude sin más la obra, como parecieran pretender los controladores del proyecto, sino una comprensión de que junto con proteger los empleos, es necesario que la voz de los vecinos sea escuchada, en Ñuñoa y en cualquier otra comuna.

Mientras quizás para los gremios en las comunas donde los vecinos no logran ser considerados existe lo que consideran certeza jurídica, lo que revela esta esclarecedora declaración es que por parte de los trabajadores y trabajadoras no hay únicamente un legítimo temor a perder el empleo. Ellos son también esos vecinos que no son oídos, en sus propias comunas, y como tales resienten legítimamente la injusticia ambiental y cómo se perpetúa una distribución inadecuada de las cargas y beneficios ambientales.

Columna publicada en Cooperativa – 18/04/2022

Columna: «La nueva Constitución Ecológica y los bienes comunes»

Pilar Moraga

Profesora, Facultad de Derecho Universidad de Chile

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Profesor, Facultad de Derecho Universidad de Chile

El proceso constitucional va a redefinir el tratamiento constitucional del medio ambiente. Hasta hoy, dicho tratamiento se basa en un enfoque antropocéntrico de la protección ambiental (en la medida que exista vulneración a derechos de las personas) y considera la posibilidad de apropiación de prácticamente todos los elementos de la naturaleza.

Sobre lo segundo, si bien el artículo 19 n°23 de la Constitución de 1980  prohibe la adquisición en propiedad de los bienes que “la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres”,  en la práctica, tales bienes sí han sido objeto de propiedad. El caso del agua es paradigmático pues la propia Constitución se contradice, pero también podemos observar argumentaciones en torno a la propiedad sobre autorizaciones en materia de emisiones al aire o al mar o para la explotación de recursos. Cuando se da lugar a esas argumentaciones, en los hechosse produce una apropiación de los elementos en cuestión y sus funciones ecosistémicas, generando exclusión a otros actores.

En línea con revertir esta realidad, uno de los textos de normas más discutidos, en la Convención Constitucional y la doctrina, ha sido el de los bienes comunes. A pesar de que a veces se identifica a este concepto como una noción jurídica novedosa, con poco sustento normativo y que es parte de ideologías rupturistas, la verdad éste está presente en el derecho desde antiguo, incluyendo textos desde el derecho romano hasta la Constitución vigente.

En el marco del proceso constitucional, el mayor debate respecto de los bienes naturales comunes ha sido a propósito de su administración y el rol del Estado. Lo que se ha venido planteando es que el Estado sea reconocido como custodio de estos bienes, pero sin propiedad sobre ellos, por su característica de comunes. Su rol sigue siendo crucial, por ejemplo en el otorgamiento de autorizaciones y permisos de usos, pero considerando un proceso de toma de decisiones participativo y transparente que involucre a todo tipo de actores.

La experiencia comparada ha mostrado que estos bienes pueden ser administrados por distintos niveles de gobierno (central, regional y local) en conjunto con las comunidades locales, favoreciendo un equilibrio entre el aprovechamiento y protección. Por eso, nos parece que la propuesta de la Comisión de Medio Ambiente, rechazada por el pleno de la Convención, avanzaba en términos generales en la dirección correcta y esperamos que, con las precisiones y mejoras necesarias, la idea central sea parte de la  Constitución Ecológica.

Quizás olvidada o mal aplicada en la historia reciente, los nuevos bríos de la categoría jurídica de los bienes comunes puede resultar en un cambio importante, cuyo resultado sea un uso y aprovechamiento más racional, que tome en cuenta los límites de la naturaleza.

Columna publicada en La Segunda – 23/03/2022

Columna: «La necesidad de una educación ambiental desde una perspectiva ecofeminista»

Por Constanza Gumucio y Macarena Martinic

Abogadas en ONG FIMA

Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.

La crisis climática, ecológica y social que estamos viviendo ya nos está mostrando algunas de sus consecuencias. Vemos cómo en distintas ciudades del mundo ya no hay acceso al agua, en cada temporada aumentan los fenómenos climáticos extremos como inundaciones, incendios, y huracanes que arrasan con ecosistemas completos y con la fuente de vida de muchas personas; y cómo, año a año, agotamos los bienes comunes naturales disponibles para la subsistencia.

Este escenario es el resultado de una forma de habitar que no ha tenido en consideración los límites de la naturaleza, el respeto por otras formas de vida y la igualdad de todos los seres, que deriva del ejercicio propio de un sistema que valora “lo productivo” y “la cultura”, representación de lo androcéntrico, colonial y neoliberal que genera una supremacía de lo masculino y su valorización, en desmedro de “lo femenino” y todo a lo que se ha considerado como “lo Otro”: la naturaleza, “que no es cultura”, “que no es productiva”, que solo se “admira” y que puede ser sometida. Históricamente, la naturaleza ha sido feminizada y la mujer ha sido naturalizada.

Como consecuencia del paradigma anterior, se genera un fraccionamiento entre el ser humano y otras formas de vida , justificando la dominación de los primeros en desmedro de estos últimos. Se niega, así, la ecodependencia que tenemos con la naturaleza, de igual forma en que se desconoce -por no considerarse “productivo”- el trabajo de cuidados que hasta hoy recae principalmente en mujeres, y que sostiene el funcionamiento de la sociedad en su totalidad y reconoce la interdependencia entre las personas.

Ahora bien, hace muchas décadas y desde distintos movimientos se han denunciado las consecuencias que genera esta forma de ver el mundo. De la conjunción de los planteamientos ecologistas y el feminismo, surgen las propuestas políticas ecofeministas,  las cuales buscan construir una alternativa a la visión predominante del mundo que, a través de los lentes del patriarcado andropocentrista neoliberal y colonial, ha permitido la explotación y la dominación de toda forma de vida considerada “inferior”, entre ellas, las mujeres y  la naturaleza.

En Chile, recientemente vivimos un proceso de denuncia y protesta social que, teniendo como uno de sus resultados la redacción de una nueva Constitución, busca entregar soluciones a las demandas sociales y ecológicas que se surgen de los territorios. Así, propuestas como asegurar el derecho humano al agua, los derechos de la naturaleza, el acceso a los bienes comunes, el reconocimiento del trabajo de cuidados, entre otras, intentan mejorar la relación que como sociedad tenemos con el entorno. Sin embargo, estas solo lograrán dicho objetivo si se modifican los paradigmas sobre los cuales se ha cimentado hasta ahora la prosperidad de las sociedades.

Una forma de cambiar nuestros paradigmas es generando nuevos conocimientos y aprendizajes desde la infancia, que nos permitan adquirir valores y habilidades para establecer otro tipo de relaciones con toda forma de vida existente en la tierra. Ese es precisamente el rol que debe tener la educación ambiental, entendida hasta el momento por nuestra legislación como un “proceso permanente de carácter interdisciplinario, destinado a la formación de una ciudadanía que reconozca valores, aclare conceptos y desarrolle las habilidades y las actitudes necesarias para una convivencia armónica entre seres humanos, su cultura y su medio bio-físico circundante”.

Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.

Un segundo pilar de una educación ambiental es revalorizar las labores de cuidado, reconociendo que todo el funcionamiento de nuestra sociedad se basa en ellas. Tanto del trabajo que realizan mujeres en el ámbito doméstico, como el de la protección del medio ambiente que realizan defensores del territorio y otras cosmovisiones, como las indígenas.

Finalmente, debemos considerar que a través de la labor educativa se traspasa una forma de entender el mundo en el presente, pero que al mismo tiempo proyecta una forma de comprenderlo y habitarlo hacia el futuro. En ese sentido, una educación ambiental ecofeminista implica educar, desde la infancia, en torno al reconocimiento de la crisis climática y de los límites planetarios.

Es así, como a raíz de la importancia que posee la educación ambiental en la comprensión del mundo, que creemos que ésta debe realizarse también desde una perspectiva ecofeminista, relevando la necesidad de que todos nos involucremos en la labor de cuidado, tanto de la naturaleza como de las personas.

 

Columna publicada en Codex Verde – 13/02/2022

Columna: «Protección de los derechos humanos en Chile: el cambio climático en la nueva constitución»

Por Nicole Mansuy

Abogada en ONG FIMA

El cambio climático está íntimamente ligado con cuestiones de derechos humanos: el derecho a la vida, a la salud, al agua, a la vivienda, a la alimentación y al medio ambiente sano, entre otros, dependen de condiciones ambientales óptimas. El actual proceso de redacción de una nueva Constitución es una oportunidad única para incluir el cambio climático dentro de los desafíos a los que ésta se proponga hacer frente; proporcionando instrumentos tanto al Estado como a las comunidades para minimizar sus impactos, adaptarse a ellos, y respetar los derechos humanos de las personas que se vean afectadas por este.

El cambio climático y los derechos humanos

La inclusión del cambio climático en una nueva constitución es un tema que ha sido ampliamente levantado por la academia y la sociedad civil como central para hacer frente a los desafíos que este nos impone. Su vinculación a la crisis que viven los ecosistemas es evidente y ha quedado de manifiesto con fenómenos como el retroceso de los glaciares, la disminución de las precipitaciones, el aumento de la degradación de los suelos, la desertificación, el aumento del nivel del mar y la acidificación de los océanos.

Pero estos efectos en lo natural no se disocian de lo social. Las comunidades humanas son altamente dependientes del medio ambiente, por lo que las alteraciones que genere el cambio climático sobre este, también ponen en jaque su subsistencia en el planeta y su calidad de vida. Por ello es que el cambio climático está íntimamente ligado con cuestiones de derechos humanos: el derecho a la vida, a la salud, al agua, a la vivienda, a la alimentación, entre otros, dependen de condiciones medioambientales óptimas. Esto es reconocido hace décadas por instancias de la ONU como el Consejo de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de Derechos Humanos.

Pero la afectación a los derechos humanos no incide de la misma manera en todas las personas. Factores como la pobreza, género, edad, pertenencia a pueblos indígenas, niños y niñas, condición de desplazados y migrantes, generan una mayor vulnerabilidad. Estos grupos son más propensos a verse impactados por consecuencias como la inseguridad alimentaria, el aumento del precio de los alimentos, menores actividades de sustento, o los desplazamientos forzados.

Cambio climático y derechos humanos en Chile

Lo anterior tiene particular aplicación en Chile. Nuestro país es especialmente vulnerable ante el cambio climático. Sus condiciones geográficas como el borde costero, zonas áridas y semiáridas, ecosistemas montañosos, áreas propensas a sequía y desertificación, así como lugares urbanos con problemas de contaminación del aire, son todos factores que según la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático nos clasifican con 7 de los 9 criterios de vulnerabilidad. Esto nos sitúa en una posición aún más imperiosa que requiere contar con herramientas que permitan e impulsen acciones de mitigación – lo cual se enfoca en reducir las actividades que emiten gases de efecto invernadero – y, especialmente, de adaptación, orientada a limitar los impactos y generar capacidades de resiliencia en las comunidades y ecosistemas frente a los efectos del cambio climático.

Esta vulnerabilidad se evidencia claramente si se considera, por ejemplo, el impacto de la sequía en nuestro país y sus consecuencias para las comunidades humanas. Monte Patria es la primera comuna de Chile en que, a causa de la sequía, más de 5.000 personas se vieron obligadas a emigrar; y esto ya se replica para los habitantes de otras localidades como Ovalle, Punitaqui, Canela e Illapel. Todos ellos son migrantes climáticos y cada vez hay más comunas en que esta realidad se aproxima.

Asimismo, la propagación de incendios a causa del aumento de temperatura también es una realidad que apremia. Según CONAF, en la temporada 2021-2022, la superficie nacional afectada por incendios aumentó en un 377% en comparación con la temporada anterior, con más de 23.000 hectáreas consumidas por el fuego. Los efectos de los incendios, además de incluir pérdidas materiales, de viviendas y medios de subsistencia, generan desempleo, desarticulación de las comunidades, desplazamientos y graves impactos psicológicos.

El camino de la constitución ecológica

El actual proceso de redacción de una nueva Constitución es una oportunidad única para incluir el cambio climático dentro de los desafíos a los que ésta se proponga hacer frente; proporcionando instrumentos tanto al Estado como a las comunidades para minimizar sus impactos, adaptarse a ellos, y respetar los derechos humanos de las personas que se vean afectadas por este.

Una posibilidad para ello, es incluir un principio de acción climática, que motive acciones de mitigación y adaptación considerando una transición justa; un principio de justicia climática, orientado a reconocer la posición de vulnerabilidad los derechos de grupos vulnerables y la importancia de la participación ciudadana en los procesos de transición hacia un nuevo modelo, y también la consideración del clima seguro como parte del derecho a un medio ambiente sano. La integración de estas propuestas permitiría guiar la implementación de políticas públicas, exigir derechos en disputas judiciales y orientar decisiones administrativas.

Sea cual sea la manera específica en que se consagre, el objetivo del recogimiento del cambio climático a nivel constitucional será el de estar mejor preparados como sociedad para propender hacia la continuidad de todas las formas de vidas y garantizar el ejercicio de nuestros derechos humanos.

 

Columna publicada en El Desconcierto – 28/01/2022