[caption id="attachment_3328" align="alignleft" width="150"] Por Constanza Dougnac. Coordinadora de Comunicaciones ONG FIMA[/caption] “¿Qué es lo que más amas del derecho?” “Que de vez en cuando – no muy seguido, pero ocasionalmente- tu eres parte de que se haga justicia. Cuando eso sucede, es realmente emocionante”. Andrew Beckett, Filadelfia. Recientemente vi la película Filadelfia. No era la primera vez, pero en esta oportunidad se me vino a la cabeza el trabajo que realiza FIMA y los inicios de quienes comenzaron con el derecho ambiental en Chile. Claramente, el caso en que se basa esa historia está completamente alejado de la defensa ambiental, pero hay un factor en común: la justicia; y no lo digo someramente (aunque tal vez cualquier película que involucre abogados y juicios pueda ser asociada a este concepto). Me refiero a eso que va más allá de la lucha por una causa específica; a esa motivación inicial que marca un punto de no retorno, donde lo que está en juego es un derecho mucho más trascendente que las propias ideologías. Un inicio del que los actores involucrados tal vez ni se dieron cuenta, y que significa la defensa de aquellos que están impedidos de hacer valer su derechos. Porque finalmente, tanto en el caso de la película, como en muchos en los que trabaja FIMA, se trata del derecho de las personas a mantener su estilo de vida y a tener un desarrollo justo, donde el crecimiento de unos no sea a costa de otros. Recuerdo que cuando tenía 6 años, viajé por primera vez sola con mi papá. Fuimos a Arica porque él tenía un caso allá. Ese fue mi primer acercamiento con la justicia ambiental. Era algo de aguas que involucraba a la comunidad (principalmente Aymará) que habitaba el sector de Pampa Algodonal. Y aún a esa edad, sin los matices de la adultez, me resultaba evidente que la carga estaba mal distribuida. Una empatía infantil hacia lo absurdo que resultaba pretender que personas que por tradición, durante décadas dedicadas a lo mismo, tuvieran que cambiar su estilo de vida, sin ninguna explicación ni reparación. El juicio duró 15 años y finalmente las aguas fueron restituidas. Esos no eran los primeros pasos de él en la materia, ya antes había estado el caso del Lago Chungará (1985) que querían drenar, y contra la minera Disputada de Las Condes (1987) que desvió las aguas del río San Francisco para construir sus relaves, lo que casi termina en gran parte de Lo Barnechea sepultada bajo residuos mineros, entre otros casos que no hay espacio para nombrar. Pese al importantísimo valor ambiental de estos ejemplos, estoy segura de que se trató de un camino, que en un inicio, se forjo no tanto por tales factores ambientales, como por el humano. El lado de dar justicia en circunstancias de absoluta desigualdad (económica, de acceso, de influencias, de conocimientos, etc.). Esa fue mi primera experiencia, pero definitivamente no la última. Y es que en Chile parece que, con la excusa del desarrollo (mientras no nos afecte a nosotros), se olvida a quienes deben sacrificarse por ello. Hay completa nitidez respecto a los beneficios, por ejemplo, de un proyecto como Rancagua Express que muchos municipios esperan con ansias debido a la conectividad que proporcionará, pero no hay claridad (o si la hay no se considera relevante) respecto a los afectados por el mismo: las familias que verán disminuida su calidad de vida debido al aumento de la velocidad y frecuencia con que los trenes pasarán a solo 8 metros de sus casas. Preferimos callar y asumir que es el “costo”, antes que mitigar los impactos y hacer de ese desarrollo algo real para todos. De esa forma, hemos ido asumiendo cosas tan inadmisibles como las repetitivamente denominadas “zonas de sacrificio”. Solo pronunciar la frase suena absurdo, lo decimos casi casualmente, sin darnos cuenta de lo que significa, del daño irreparable, la muerte de niños y adultos, la pérdida de patrimonio natural irrecuperable, y el olvido de tradiciones que significan parte de nuestra identidad nacional. Pero peor aún, hemos naturalizado que, cuando esas personas a las que casi aleatoriamente les tocó ser “sacrificadas”, legítimamente claman que, por lo menos, los proyectos sean evaluados en todos sus efectos para la vida humana, lo cual significa necesariamente la preservación del entorno, se les trate como si oponerse, fuera algo que planearon durante años para frenar la economía. Así, no es extraño que, cuando los proyectos son aprobados sin participación ciudadana, consulta indígena o estudios adecuados, y los afectados acuden a los Tribunales de Justicia, lejos de ser defendidos por un Estado garante de sus derechos, en la práctica se vean enfrentados no sólo al titular del proyecto, si no al Estado mismo, el que mediante abogados altamente preparados para ello (aunque la decisión sea abiertamente arbitraria), debe defender su decisión de aprobar la propuesta. En la misma mesa se sientan representantes del Servicio de Evaluación Ambiental y de las empresas, muchas veces acusando a los reclamantes (y a sus abogados) de mala fe. De buscar por medios torcidos que los proyectos no se desarrollen, sin reconocer que las personas tienen legítimo derecho a acudir a los tribunales frente a aquello que, consideran, vulnera sus derechos. Al igual que en la película Filadelfia, miramos a los que luchan como personas desadaptadas y conflictivas. Olvidamos que esa pelea cambiará de lugar y tal vez de objeto, pero en algún momento nos tocará y entonces clamaremos por la obvia injusticia de la que somos víctimas, por el daño irreparable del patrimonio (si no a la vida) de nuestros hijos y probablemente nos acusarán de oponernos al bien del país. Finalmente de eso se trata la defensa del medio ambiente, no es un asunto de hippies abrazando árboles. Es un asunto de Derechos Humanos, de vida, de JUSTICIA, más allá del apellido que después le pongamos. * Definición de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA por sus siglas en inglés). “La justicia ambiental es el tratamiento justo y la participación significativa de todas las personas independientemente de su raza, color, origen nacional, cultura, educación o ingreso con respecto al desarrollo y la aplicación de las leyes, reglamentos y políticas ambientales. El tratamiento justo significa que ningún grupo de personas, incluyendo los grupos raciales, étnicos o socioeconómicos, debe sobrellevar desproporcionadamente la carga de las consecuencias ambientales negativas como resultado de operaciones industriales, municipales y comerciales o la ejecución de programas ambientales y políticas a nivel federal, estatal, local y tribal”.]]>
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- Por Comunicaciones FIMA