El gobierno ha anunciado una serie de medidas y modificaciones normativas para “acelerar la inversión”. En una cuestión que es casi ritual, estas apuntan hacia el medio ambiente, buscando mejorar la gestión en algunos casos, y en otros derechamente acelerar los proyectos, lo que presumiblemente se haga disminuyendo la protección ambiental. Con medidas diferentes, viene a ser algo muy parecido a lo que intentó el expresidente Piñera en su momento (el año 2013).
No comentaré las medidas en sí mismas, pero sí lo llamativo que es el hecho de que tengamos un sistema político que independientemente de quién lo maneje, a la hora de la supuesta necesidad, tienda a echarle mano al medio ambiente. Esto es especialmente interesante en el caso de un gobierno que está tratando de avanzar en el aseguramiento de derechos culturales, económicos y sociales como la educación, el trabajo y la salud, dentro de los cuales también se encuentra el derecho a un medio ambiente sano. Además, la propuesta levanta o mantiene, la idea de que existe un antagonismo entre el medio ambiente y el desarrollo y desnuda que nuestro desarrollo económico está demasiado ligado a la mera explotación de nuestros recursos naturales.
En lo que se refiere a alterar la normativa ambiental para reactivar la economía, obviamente el peligro que se observa es que esa alteración sea en desmedro del medio ambiente. Existe una tendencia, al menos teórica, de que cuando un gobierno habla de modificar cuestiones ambientales para reactivar la inversión, normalmente se está refiriendo a bajar ciertos estándares para hacer más fácil esa inversión. Lo que no se dice, es que esta idea es un tremendo error, por al menos dos motivos.
La primera razón es creer que una baja de estándares ambientales podría generar mejores condiciones para invertir. Al contrario de lo que normalmente se piensa, si uno observa los reclamos de empresarios e inversionistas, verá que estos en general más que estándares más bajos piden certezas, vale decir estabilidad y predictibilidad. Ahora bien, lo que hay que preguntarse entonces es ¿cómo las certezas se relacionan con los estándares de protección del medio ambiente y qué podría pasar si se decide bajar esos estándares? Aquí mi observación es la siguiente: si lo que se quiere es certeza, dicha certeza debe ser real, debe ser para el inversionista en el sentido de que pueda predecir los resultados de su inversión y pueda llevar a cabo su negocio y debe ser certeza para las comunidades en el sentido de saber que su medio ambiente y sus derechos en general no serán afectados o que siéndolos, ello será parte de un proceso donde tendrán voz, voto y la posibilidad de ser efectivamente compensados de cualquiera que sea el daño que se les cause. Si la certeza no es para todos los actores, se convierte en opresión y a la larga en conflicto.
La segunda motivación tiene que ver con el concepto de “competencia regulatoria”, que es la idea de que los países compiten por la inversión, y que entre más laxas sean las normas, los costos para los inversionistas serán menores y por lo tanto el país es más atractivo. Esta construcción teórica, llamada en la doctrina “carreras hacia el fondo”, fue una idea muy presente el siglo pasado, pero que se encuentra bastante desmentida. Por una parte los Estados no han rebajado sus estándares ni se han involucrado en estas carreras y por otra, cuando han tomado estas acciones ello no ha significado un incentivo suficiente a los inversionistas, quienes, como se señaló, parecen valorar más las certezas y la seguridad. (Radelli, 2004)
Pero volviendo a lo principal, ¿es realmente llamativo que los gobiernos de uno u otro color político quieran echar mano al medio ambiente cuando se trata de reactivar la economía?
Una de las respuestas posibles es la esbozada anteriormente; la supuesta antagonía entre los derechos sociales y el desarrollo. Por alguna o varias razones, cuando se habla de facilitar la inversión y el crecimiento, la conversación rápidamente se torna en una conversación sobre cómo empeorar los estándares en algún derecho cultural, económico y social. Reformas laborales que deprecien el trabajo, reformas institucionales que “quiten las trabas ambientales”, reformas que “disminuyan la judicialización”, todas diferentes maneras de provocar esos cambios, pero que van en desmedro de las personas.
No puedo sino sostener que esta antagonía es artificial y es parte de una concepción equívoca del desarrollo económico y social. Pero tampoco puedo hacer caso omiso a que esta antagonía es real en los casos en que el crecimiento en lugar de basarse en el desarrollo, se basa en la mera explotación y que a ratos ese pareciera ser el caso de nuestro “modelo de desarrollo”, basado principalmente en la extracción y venta de recursos naturales.
Ya que estamos en una hora en que se piensa cómo aumentar la inversión en el país, podría ser hora, también, de que pensemos en qué nos gustaría que fuera dicha inversión, cómo ella va a ayudar efectivamente al desarrollo y cómo hacemos para que los privados decidan invertir en esas áreas. El crecimiento basado en la extracción no genera necesariamente desarrollo y las medidas propuestas por el gobierno parecieran no ser más que volver a repetir las mismas estrategias para tener los mismos resultados: devastación ambiental, conflictos sociales y más pobreza.