Por Felipe Pino, abogado de ONG FIMA, y Violeta Rabi

Coordinadores Proyecto Transición Justa en Latinoamérica

Luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

A la mitad de lo que será probablemente una de las COP más decisivas de la historia de las negociaciones climáticas, el mundo entero se encuentra a la espera de avances concretos en materias de mitigación y adaptación para esta década. Y es que luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

El auge de las renovables se debe principalmente a que el mercado eléctrico ya ha incorporado la transición energética dentro de sus modelos, pasando a ser –en corto tiempo– una oportunidad estratégica para la inversión. Sin embargo, este cambio vertiginoso puede tener riesgos importantes en materia ambiental y de derechos humanos, si es que se pierde de vista el objetivo primordial: generar la energía que necesitamos con el menor impacto posible. Pero, ¿cuánta energía realmente necesitamos? ¿Cómo y quiénes la están generando? ¿Están accediendo a ella todos quienes la necesitan?

Las preguntas anteriores se relacionan estrechamente con un concepto que en los últimos años ha ganado terreno en el discurso público nacional e internacional, y que hoy se posiciona junto a demandas tan icónicas como la justicia ambiental, el desarrollo sostenible y la acción climática: la transición justa. ¿Qué significa este concepto y por qué se está pidiendo su inclusión en las políticas y planes de descarbonización?

Si bien –al igual que los otros conceptos esbozados– el contenido de la transición justa depende en gran parte de quién lo use y en qué contexto lo haga, podemos decir que sus orígenes se remontan a los movimientos obreros de Estados Unidos de los años 70, quienes, ante el inminente avance hacia energías más limpias, exigían medidas de compensación económica por la pérdida de puestos de trabajo en centrales e industrias ligadas al carbón, así como por los daños a la salud provocados por años de servicio en espacios tóxicos y con mínimas prevenciones. Sin embargo, cuatro décadas más tarde, hoy el concepto significa mucho más que demandas por compensaciones y mejoras laborales. En la actualidad, exigir una transición justa implica que los gobiernos y empresas generadoras tomen todas las medidas necesarias para que, en sus respectivos procesos de descarbonización y transición energética, no se vulneren derechos humanos, se cuente con participación ciudadana efectiva en la toma de decisiones, y se reparen los daños socioambientales provocados después de años de contaminación. Sin ello, la transición energética se convierte en un mero recambio de tecnologías, dejando de lado el potencial transformador de transitar hacia una nueva forma de satisfacer nuestras necesidades y las de nuestro planeta.

En Chile, aunque no de manera totalmente simultánea a los planes de descarbonización, la necesidad de una transición justa ha sido “reconocida” por el gobierno en dos instrumentos de política pública: la actualización de las Contribuciones Nacionalmente Determinadas y la Estrategia de Transición Justa del sector Energía. Sin embargo, el contenido de estas políticas muestra que el concepto ha sido incorporado como si aún estuviésemos en 1970, apuntando casi exclusivamente a la protección laboral de trabajadores de termoeléctricas. Si bien dichas medidas son necesarias, la omisión de realidades como la asimetría y limitaciones del rol de los sindicatos en Chile, y la enorme cantidad de conflictos ambientales por temas energéticos –como los de las llamadas zonas de sacrificio–, no demuestran una aproximación integral y realista del problema.

Así, no sólo en Chile, sino que en todos los países latinoamericanos –en donde el sector energético ha generado durante décadas profundos daños socioecológicos–, aspirar a una transición justa no será algo fácil: requerirá de medidas transformadoras en términos de descentralización, democracia, participación y restauración ambiental. Pero, a cambio de ese esfuerzo, tendremos la oportunidad única de transformar uno de los sectores que como sociedad más necesitamos, y que a la vez más daño nos está generando. Y de paso pensar y definir en conjunto formas para remediar el daño provocado hasta el momento. La transición energética, como ningún otro proceso de este tipo, puede movilizar recursos, tecnología y personas para ello.

A comienzos de la semana decisiva de la COP26, y de una aún más decisiva década para la acción climática, es urgente comenzar a hacer real una transición justa para las personas, ecosistemas y sus territorios. Sobre todo, porque, si bien llega tarde, todavía es posible.

 

Columna publicada en El Desconcierto – 12/11/2021

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