Por Constanza Gumucio y Macarena Martinic
Abogadas en ONG FIMA
Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.
La crisis climática, ecológica y social que estamos viviendo ya nos está mostrando algunas de sus consecuencias. Vemos cómo en distintas ciudades del mundo ya no hay acceso al agua, en cada temporada aumentan los fenómenos climáticos extremos como inundaciones, incendios, y huracanes que arrasan con ecosistemas completos y con la fuente de vida de muchas personas; y cómo, año a año, agotamos los bienes comunes naturales disponibles para la subsistencia.
Este escenario es el resultado de una forma de habitar que no ha tenido en consideración los límites de la naturaleza, el respeto por otras formas de vida y la igualdad de todos los seres, que deriva del ejercicio propio de un sistema que valora “lo productivo” y “la cultura”, representación de lo androcéntrico, colonial y neoliberal que genera una supremacía de lo masculino y su valorización, en desmedro de “lo femenino” y todo a lo que se ha considerado como “lo Otro”: la naturaleza, “que no es cultura”, “que no es productiva”, que solo se “admira” y que puede ser sometida. Históricamente, la naturaleza ha sido feminizada y la mujer ha sido naturalizada.
Como consecuencia del paradigma anterior, se genera un fraccionamiento entre el ser humano y otras formas de vida , justificando la dominación de los primeros en desmedro de estos últimos. Se niega, así, la ecodependencia que tenemos con la naturaleza, de igual forma en que se desconoce -por no considerarse “productivo”- el trabajo de cuidados que hasta hoy recae principalmente en mujeres, y que sostiene el funcionamiento de la sociedad en su totalidad y reconoce la interdependencia entre las personas.
Ahora bien, hace muchas décadas y desde distintos movimientos se han denunciado las consecuencias que genera esta forma de ver el mundo. De la conjunción de los planteamientos ecologistas y el feminismo, surgen las propuestas políticas ecofeministas, las cuales buscan construir una alternativa a la visión predominante del mundo que, a través de los lentes del patriarcado andropocentrista neoliberal y colonial, ha permitido la explotación y la dominación de toda forma de vida considerada “inferior”, entre ellas, las mujeres y la naturaleza.
En Chile, recientemente vivimos un proceso de denuncia y protesta social que, teniendo como uno de sus resultados la redacción de una nueva Constitución, busca entregar soluciones a las demandas sociales y ecológicas que se surgen de los territorios. Así, propuestas como asegurar el derecho humano al agua, los derechos de la naturaleza, el acceso a los bienes comunes, el reconocimiento del trabajo de cuidados, entre otras, intentan mejorar la relación que como sociedad tenemos con el entorno. Sin embargo, estas solo lograrán dicho objetivo si se modifican los paradigmas sobre los cuales se ha cimentado hasta ahora la prosperidad de las sociedades.
Una forma de cambiar nuestros paradigmas es generando nuevos conocimientos y aprendizajes desde la infancia, que nos permitan adquirir valores y habilidades para establecer otro tipo de relaciones con toda forma de vida existente en la tierra. Ese es precisamente el rol que debe tener la educación ambiental, entendida hasta el momento por nuestra legislación como un “proceso permanente de carácter interdisciplinario, destinado a la formación de una ciudadanía que reconozca valores, aclare conceptos y desarrolle las habilidades y las actitudes necesarias para una convivencia armónica entre seres humanos, su cultura y su medio bio-físico circundante”.
Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.
Un segundo pilar de una educación ambiental es revalorizar las labores de cuidado, reconociendo que todo el funcionamiento de nuestra sociedad se basa en ellas. Tanto del trabajo que realizan mujeres en el ámbito doméstico, como el de la protección del medio ambiente que realizan defensores del territorio y otras cosmovisiones, como las indígenas.
Finalmente, debemos considerar que a través de la labor educativa se traspasa una forma de entender el mundo en el presente, pero que al mismo tiempo proyecta una forma de comprenderlo y habitarlo hacia el futuro. En ese sentido, una educación ambiental ecofeminista implica educar, desde la infancia, en torno al reconocimiento de la crisis climática y de los límites planetarios.
Es así, como a raíz de la importancia que posee la educación ambiental en la comprensión del mundo, que creemos que ésta debe realizarse también desde una perspectiva ecofeminista, relevando la necesidad de que todos nos involucremos en la labor de cuidado, tanto de la naturaleza como de las personas.
Columna publicada en Codex Verde – 13/02/2022