Por: Diego Lillo Goffreri, Coordinador de Litigios de FIMA
Pocos días atrás falleció uno de los fundadores y compositores principales de la legendaria banda de rock progresivo Yes, su bajista Chris Squire. Más allá de su innegable legado musical, quería tomar la conexión de nuestra realidad presente con una de las letras más evocativas escritas por la dupla Squire – Anderson: La de “Perpetual change”, joya de The Yes Album.
La canción nos presenta una realidad innegable: por más y mejores intentos que hagamos de controlar al mundo y nuestro entorno, terminará siempre siendo él quien se imponga y determine nuestro actuar. Entonces, ya entrando a la reflexión personal, el ser humano organizado en sociedad tiene que tomar una decisión que resume todas sus decisiones vitales: nos subimos al tren del cambio perpetuo o esperamos que ese tren, cargado de realidad, nos pase por encima y nos termine eliminando.
Dicho en otras palabras y más desde la óptica del derecho, tenemos una opción de conservar estructuras jurídicas, sociales e incluso morales concebidas en estaciones pretéritas de la línea férrea del cambio perpetuo, o bien, podemos dinamizar nuestras relaciones sociales con el fin de no destruirnos como sociedad o incluso, como especie.
La política de prevención y control de la contaminación atmosférica (o ausencia de ella, como trataré de esgrimir), modificaciones y parches mediante, ha obedecido en estas tres últimas décadas a un dogma casi canónico como es la subsidiariedad del Estado. No trato de decir que como principio esté mal en sí, pero la lógica de los títulos de intervención del Estado no puede ser la misma que se aplica en materia de libre competencia, que aquella aplicada en relación con la protección de nuestras vidas. Tal política ha sido un fiel reflejo de la blanda intervención del Estado, que ha optado por tomar todos los resguardos posibles por no intervenir intereses privados (legítimos, por cierto). Si no tengo razón, pregúntese porqué hoy, a casi 25 años de la llegada a Chile del convertidor catalítico, no existe la restricción obligatoria para vehículos con sello verde.
Sin embargo, los recientes y vergonzosos episodios de contaminación en la capital también han dado cuenta de nuestra inocencia como sociedad. Hasta hace pocos días, existía una especie de inconsciencia colectiva de que pese a la noción popular, las estufas a leña no estaban prohibidas en Santiago.
En efecto, no existe regulación de la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC) que sea aplicable a los calefactores a leña adquiridos con anterioridad al 2013. Tampoco entran en el Plan de Prevención y Descontaminación de la Región Metropolitana los adquiridos con anterioridad al 2009. Solo queda entonces una prohibición general de uso en episodios críticos, la regulación de venta del combustible (solo puede venderse leña seca) y la incorporación en un catastro de calefactores.
Quienes si conocían tal información, claro está, son los usuarios de calefactores a leña, los pocos emisores del 49% del material particulado de fracción fina (MP2,5) en la región. Y hoy, a más de 30 años de gestión atmosférica subsidiaria, el Ministerio de Medio Ambiente (MMA) tiene la genial idea de “considerar” su prohibición.
Que no se malentienda lo anterior como un ejercicio de sarcasmo. De acuerdo a las cifras recientemente publicadas por el MMA, actualmente en Chile se producen 4 mil muertes prematuras anuales por contaminación atmosférica. 4 mil veces al año en que el Estado de Chile falla en su deber de proteger la vida, la salud, la dignidad y la igualdad de sus habitantes. Es evidente que en la información desagregada de esa cifra las noticias tampoco son auspiciosas.
¿Es más valiosa la protección del derecho de propiedad sobre un calefactor a leña que la protección de la vida de los habitantes de la capital? Puede que algún perverso análisis económico responda a esa pregunta con un Si. Sin embargo, la pregunta que realmente cabe hacerse es si aquéllo es relevante para tomar decisiones de política pública en un tema tan urgente y sensible. No nos podemos permitir que la respuesta a esta segunda pregunta sea un Si, ni de parte de nuestros administradores, ni de nosotros mismos. Una estufa a leña no está protegida por la Constitución y la vida sí. ¿De qué le sirven a esas 4 mil víctimas prematuras que nuestro Estado proteja tan férreamente su derecho de propiedad? ¿Qué importancia tiene la propiedad cuando 4 mil de nuestros vecinos (o incluso nosotros mismos) están viendo sus vidas acortadas por una decisión político – ideológica?.
Además, pareciera que la explicación es la falta de lluvia y que cuando San Isidro despierte, todo va a estar bien. De nuevo, no es sarcasmo, sino la evidencia de lo lejos que estamos de medidas serias por parte de nuestros gobernantes. Cuando la política de descontaminación de Santiago depende de la ocurrencia de lluvias, es una demostración fehaciente de nuestras deficiencias. Porque claro, hasta ahora el cambio climático es poco más que un rumor de conspiracionistas verdes y después de 7 años en que no ha caído el agua que nuestros estadísticos esperaban, aún tenemos la desfachatez de llamarle “sequía”.
El ejercicio del poder en una democracia debe ir más allá de la pugna por el agrado de las mayorías, el gobierno de la encuesta popular no alcanza a cubrir las necesidades de un mundo cambiante, que clama con urgencia por medidas que protejan de verdad a las personas. No creo ser el único que ha visto con desconcierto que para nuestro gobierno, hoy es más importante repuntar en las encuestas tomándole la mano a la Roja que actuar, tomar decisiones y hacerse cargo de un problema que solo es urgente por la negligencia histórica que ha existido para enfrentarlo.
Hoy, sorprendentemente, la discusión está atrapada en si hacemos algo o esperamos la lluvia, como si estuviéramos aún en los ochenta. El cambio perpetuo ya llegó a nuestra estación y nos está mirando la cara de necios por no subirnos al tren y cambiar nuestro rumbo en beneficio de todos. Nos observa en la comodidad miope de nuestras estufas, mientras nuestros niños y ancianos llenan los hospitales. Al final, los cementerios siempre son fríos en el fondo.
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